TIERRA DE NADIE

Alberto Núñez Seoane

Los “expertos” del comité

Sabido es que a todo se hace el cuerpo. Los humanos nos adaptamos a las más insólitas circunstancias; ninguna de ellas, por extraña, inesperada o estrambótica que resulte, queda al margen de esta capacidad que nos caracteriza: para lo bueno, y para lo que no lo es.

Vivimos una realidad que parece inventada; están pasando cosas a las que, hace días, no daríamos la mínima posibilidad de realidad, ni siquiera las creeríamos leyendo cualquier buena novela de ciencia ficción; y, sin embargo, aquí están.

Uno se acostumbra a lo que hay, de lo contrario, mala cosa. Darwin ya dejó muy claro que sólo sobreviven los que son capaces de adaptarse, los que no lo hacen se quedan en el camino, de modo incontestable.Muchos, de entre los más grises y mediocres que logran alcanzar poderes, que de acuerdo a sus ínfimas capacidades no les correspondería ni ver de muy lejos, terminan siempre por “levitar”. Me refiero a esa ensoñación que el poder, al modo de la más pura heroína, inyecta en las actitudes de los meacabras que se piensan César. “Levitan”… comienzan a creerse “distintos”, de algún modo “superiores”.

El poder –y sobre todo el pavor a perderlo, una vez probado– les transporta a un universo en el que los demás, todos los demás, aparecemos como seres insignificantes, como desagradecidos que no sabemos de nuestra suerte al poder contar con dirigentes como ellos, que no merecemos la oportunidad de ser comandados por personajes como ellos son. Pierden la noción de la realidad –lo digo tal cual, no es ninguna metáfora, lo he vivido en primera persona junto a algunas muy relevantes figuras de la política, española y mexicana–, se sienten, en verdad, “especiales…”, “distintos…”.

Estas paranoias les llevan indefectiblemente a no atender razones de nadie que antes no le haya demostrado su más ciega lealtad, alguien que, por esa misma razón, nunca estaría capacitado para aconsejarle bien; pero “ellos”, en su particular Olimpo, son a los únicos que oyen, y aún a pesar de hacerlo rara vez consienten en cambiar ideas anidadas en sus bulbos raquídeos –el cerebro lo perdieron en el proceso de “beatificación”-. La inevitable conclusión de esta febril vanidad que los arrastra a creerse diferentes y superiores es que no escuchan, no entienden a quién les contradice, no comprenden por qué no son todos capaces de comulgar con sus “brillantes y excepcionales” proyectos, ideas o pretensiones. Esto, les hace enrocarse aún más en su ya incontenible ego, envueltos en su imparable frenesí nos consideran “quasi” indignos de su liderazgo; si, en lo más íntimo, desde siempre nos habían despreciado un poco; ahora nos hacen de menos mucho más, y desde su misma superficie.

El presidente forma un comité de “expertos”. El presidente lo hace sin consultar con nadie -con nadie más que con la parva que ha sentado en su ridículo y obsceno consejo de “menestros”-. El presidente oculta la composición del comité de “expertos”, seguramente porque la mayoría son inexpertos. El presidente, cuando se le pregunta por la transparencia, la tolerancia, el consenso y la democracia; dice que no puede dar los nombres porque, los expertos -en inexperiencia- están sometidos a mucha presión. El presidente -como es obvio- está convencido que los españoles somos gilipollas.

El presidente -está claro- hace lo que le sale de sus pudendas partes sin atender a razones. Al presidente -como resulta evidente- le importan un reverendo pimiento -de Padrón- el consenso y la tolerancia. El presidente -es innegable- no tiene escrúpulo alguno, ni para desdecirse ni para mentir ni para prometer lo que, desde el momento en que lo está haciendo, sabe que no podrá cumplir. El presidente, hemos comprobado lo incuestionable de los hechos que lo determinan, no tiene más ideología que su “ego”, más aspiración que el poder, ni más coherencia que la que ha demostrado. Al presidente -no es discutible- le dan absolutamente igual los medios que tenga que utilizar si estos le proporcionan el fin que anhela. El presidente -es algo irrefutable- ni se siente español, ni respeta a España ni, mucho menos, la ama. Al presidente –irrebatible- le puede el rencor, le arrastra la vanidad y le domina la jactancia.

El presidente, nuestro presidente, el que debería ser de todos los españoles, pero ni lo es ni lo pretende, se rodea de comités de inexpertos, seguramente –no nos lo deja saber- mediocres e inútiles, sin más capacidad que la de intrigar, arrastrarse y dominar el arte de lamer, con fruición, los traseros adecuados, del modo estipulado y a la hora decretada: la fórmula –ideal para los que no tienen ni talento ni otra posibilidad- de contribuir a que “el jefe” siga siendo el rey, “tuerto”, en un país de ciegos.

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