El aumento de mujeres muertas a manos de sus maridos, novios, parejas, compañeros o el nombre que cada cual quiera darle a los amantes, no viene a confirmar sino el error de la lucha frontal contra una cuestión que debió tratarse con delicadeza. Uno se imagina que los legisladores consultan a los especialistas antes de elaborar las leyes, sobre todo si van a ser de asuntos morales. La moral no es una sola, ni siquiera la que imponga oficialmente una religión a un partido político gobernante. Hay una moral particular que es la conciencia y ante ella no valen represiones, ni valen calificativos altisonantes: violencia masculina, terrorismo machista, machismo asesino y conjuros inútiles por el estilo. Si se dejara de confundir la igualdad con el igualitarismo, tal vez se diera un paso importante. Los crímenes con un componente pasional irracional no se pueden tratar como los robos de gallineros o los atracos a bancos. Es más complicado y el legislador debe saberlo.

Que el hombre y la mujer son iguales y deben serlo ante la Ley, no lo discute ninguna persona civilizada. Pero que el hombre y la mujer son dos partes de una misma especie, conformados para funciones distintas y que ante un mismo estímulo reaccionan de manera distinta, no lo discute ninguna persona culta. Aunque los hipócritas de última hora finjan escandalizarse, la mayoría de los hombres que matan a sus mujeres (al revés es menos frecuente, pero el resorte es el mismo) por el miedo insuperable de perderla, es un delincuente porque hay un muerto de por medio del que tendrá que rendir cuenta según las leyes; pero sabemos por los libros de Sociología y Antropología que no suele ser un delincuente objetivo, es decir, que salvo en el asunto que le trastorna la mente, es un ciudadano normal, considerado por sus vecinos y con fama de honrado. Es más, una vez cometido el delito no tiene conciencia de haber hecho un mal sino un acto de justicia, de defensa de su territorio. O se suicida para castigarse a sí mismo.

Todo esto lo saben los legisladores porque está más que estudiado. De la misma manera que saben que las costumbres sociales, los valores y la conciencia no cambian por decreto, no han cambiado nunca, sino lentamente por persuasión y educación, con el inconveniente añadido de que lo esencial humano no cambia nunca, porque cada hombre cuando nace parte de cero, pues en caso contrario no harían falta leyes, represiones ni códigos morales, sean laicos o religiosos. Una cosa al menos está clara: una ley para reprimir un delito que da como resultado el aumento del delito que se quiere reprimir, es mala. Los legisladores sabrán por qué. Y si no saben y andan desconcertados, especialistas para asesorarse no les han de faltar.

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