EL plan de austeridad prometido por el Gobierno a Bruselas dentro de su programa de reducción del déficit público ha cercenado las esperanzas de miles de españoles de llegar a ser lo que sus padres les han venido aconsejando durante años: funcionarios del Estado.

En el Consejo de Ministros extraordinario celebrado el martes se aprobó, en efecto, la nueva Oferta de Empleo Público: menos de dos mil plazas. Teniendo en cuenta que en 2009 las plazas convocadas fueron 15.084, el recorte es espectacular: un 87%. No se ha visto nada igual. La gran mayoría se concentran en las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado y en la Administración de Justicia, dos pilares básicos del Estado a los que no conviene mermar bajo ningún concepto.

La medida, como digo, obedece al plan de austeridad en respuesta a las exigencias de la Unión Europea -y a los requerimientos de la propia economía española, lastrada por el déficit incesante- y trata de ayudar al objetivo propuesto de bajar el gasto de personal del 4%, además de recortar al 10% la llamada tasa de reposición funcionarial (por cada cien funcionarios que causen baja por jubilación, voluntad propia u otras circunstancias se contratarán solamente diez nuevos).

Los sindicatos, cada día más conservadores (en sentido estricto: partidarios del statu quo), han protestado débilmente. Su argumento es que este drástico recorte de efectivos hará resentirse el servicio que las administraciones públicas prestan a los ciudadanos. Nada más lejos de la realidad. Se puede prestar mejor servicio aumentando la productividad de los funcionarios -lo que no depende sólo de ellos, claro está- en vez de ir incrementando incesantemente su número.

El Gobierno ha actuado correctamente en esta ocasión. Las legítimas aspiraciones de muchos españoles de convertirse en funcionarios no pueden imponerse al interés general, y el interés general nos dice que el Estado no está en condiciones de aumentar su tamaño indefinidamente. Es más, tendría que disminuir, y disminuiría si el reparto de competencias entre todas las administraciones fuera más racional y evitara solapamientos y duplicidades. Y en la actual coyuntura el adelgazamiento está aún más justificado. Cuando las empresas que no han cerrado se ven obligadas a disminuir sus plantillas para sobrevivir no es lógico que el Estado engorde la suya. Sí, por supuesto, incrementándola crearía empleo y compensaría la sangría que padece el sector privado, pero ¿a qué precio? ¿Nadie piensa en que el coste de ese empleo innecesario lo pagamos entre todos?

El Estado tampoco se puede permitir ser el padre pródigo.

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