Tribuna libre

Cecilia Atalaya Solano

Mercedes González García-Mier: mi amiga del alma

Mercedes González García-Mier.

Mercedes González García-Mier.

Amiga del alma, nunca mejor dicho, porque de ella fuiste: madre, amiga, compañera y… sobre todo, fuiste maestra.

Tu imagen se me pierde en los recuerdos de mi niñez. Yo sentada en el suelo, tú, disfrazada de niña con unas largas trenzas de lana, imitando la voz de una niña, contabas una larga historia en la que narrabas las consecuencias de ser mayor. La historia terminaba, casi llorando, con un deseo: “No quiero ser mayor”. Yo, que embelesada te escuchaba, aplaudía con entusiasmo. No entendía el significado, pero las palabras quedaron grabadas en mi mente, el paso del tiempo me hizo comprenderlas. Tú la hiciste vida, conservaste el entusiasmo, la alegría, la sencillez y… la inventiva. Tu corazón y tu alma nunca envejecieron. No la guardaste solo para ti. Fuiste capaz de trasmitirla a los que estábamos cerca de ti.

Se había incorporado un nuevo barrio a nuestra parroquia (San Miguel). Te piden que te hagas cargo de la catequesis, no lo dudaste y comenzaste tu misión en este barrio, ‘El Chicle’. Fueron unos comienzos difíciles, pocos medios, barrio formado por familias humildes, algunas carecían de todo. No había ni un local donde poder dar las catequesis. Tú no te desanimaste, echaste mano de tu inventiva y de tu capacidad de contactos. Visitaste a las familias, donde había niños los invitabas a que asistieran a la catequesis.

No había local, no importaba, había árboles. Con un altavoz los convocabas en un punto y como techo el cielo y sombra un árbol, los reunías. Necesitabas ayuda, aquella niña que embelesada te escuchaba se había convertido en adolescente y me pides que te acompañe. De tu mano me llevaste a conocer un mundo para mi desconocido, me enseñaste a ser cercana, a dialogar, a escuchar, a transmitir, resumiendo, me enseñaste a ser catequista.

Aquel barrio se convirtió en parroquia y como tal comenzó a funcionar. Una pequeña casa formada por una primera planta donde había una pequeña capilla con el sagrario y una segunda planta donde estaba el despacho del párroco. Junto a estas dependencias, una nave multiuso servía para celebrar los sacramentos, dar charlas, catequesis, enseñar a leer y, cuando había Primeras Comuniones, se convertía en salón de desayunos. Desayunos que tenían aires de fiesta. Bollos de leche con chocolate que nos hacía la buena de Pepa, sabroso y espeso…

Cuando llegaba alguna fiesta de la Virgen, también se celebraba. De nuevo el altavoz de Mercedes convocaba al Rosario de la Aurora y, acompañadas por unas campanillas, íbamos cantando, recorriendo el barrio.

No quiero pasar por alto la celebración de la 1ª Vigilia Pascual. Con qué entusiasmo la preparaba, supo convertir aquella nave pobre y sencilla en grande y solemne.

Tengo que tener un recuerdo especial para D. Manuel López, primer párroco que tanto hizo por la parroquia y tanto nos ayudó.

Vimos levantar el edificio de la nueva parroquia. Preparó su inauguración, participó en ella. Fue un gran día, celebró nuestro obispo D. José Mª Cirarda. Luego estuvimos reunidos, hablamos de la marcha de la parroquia, contamos mil anécdotas vividas y reímos con ellas.

Después de esto pensaste que era el momento de dejar que marchara por sí sola la parroquia, que tu misión en ella había terminado y poco a poco nos fuimos retirando.

Seguiste pensando en mí y me llevaste al mundo de los jóvenes, como tal, tenía que trabajar con ellos.

Seguimos unidas, ella con los adultos, yo con la juventud, hablábamos, proyectábamos, profundizábamos juntas. Eran momentos difíciles para la Iglesia, para los jóvenes también.

Tiempos posconciliares, tuve la suerte de vivirlos muy de cerca e intensamente. Cuando venía de Madrid de alguna reunión, nos veíamos. Algunas veces estaba D. Carlos, les contaba las últimas noticias, cómo se iban redactando los nuevos estatutos que regirían el apostolado de los laicos, la tensión con un sector de la jerarquía. Ellos me escuchaban, me hacían preguntas, no sé si me comprendían del todo, pero recibía de ellos apoyo y aliento, cosas necesarias en aquellos momentos.

Mercedes González García-Mier (en el centro) junto a un grupo de amigas y compañeras en Federico Mayo. Mercedes González García-Mier (en el centro) junto a un grupo de amigas y compañeras en Federico Mayo.

Mercedes González García-Mier (en el centro) junto a un grupo de amigas y compañeras en Federico Mayo.

El paso de los años no enfrió nuestra amistad, siempre que teníamos un rato nos reuníamos, recordábamos los momentos vividos juntas. Siempre tenía historias que contar, entre ellas, la muerte de su madre siendo muy niña, su paso por el colegio, los duros años de la guerra, y cómo ésta había afectado a su familia, sus años de joven y, sobre todo, cómo había renunciado a su vocación para dedicarse a cuidar a su hermano, los años pasado en el Torbiscal con D. Carlos. Todas las historias acompañadas con su correspondiente anécdota.

Su vida fue una entrega total al servicio de la Iglesia y de forma particular en la persona de su hermano. Cuántas veces me decía, refiriéndose a D. Carlos, qué difícil es convivir con un Santo. Todos los que se acercaban a ellos lo hacían con la seguridad de ser atendidos y escuchados.

Cuando cumple D. Carlos las bodas de oro, quiere hacer a su madre presente en ese momento tan importante y me pide que le borde en un pañuelo hecho por su madre una cruz, lo usaría D. Carlos como purificador. De mantilla y desde el presbiterio lo acompañó, no era solo una ceremonia solemne, para ella era el resultado de toda una vida de entrega y renuncias por él. Desde un banco, esta vez era yo la que le acompañaba, con un nudo en la garganta, pero llena de alegría y recuerdos.

Viví muy cerca de ella la enfermedad y muerte de D. Carlos. Fueron momentos muy duros. Su dolor le lleva a no querer hablar ni ver a nadie, a mí me permitió acompañarla en esos momentos, estuve junto a ella en el funeral. Me hizo mil preguntas, no siempre respondidas, es difícil consolar al que no tiene consuelo.

En los últimos tiempos, tan difíciles para ella, cuando había perdido parte de la vista y el dolor se hacía insufrible seguía con la mente clara, y proyectando. Quiso ordenar los papeles, nunca vi tantos, y poco a poco lo fuimos haciendo, cuando le preguntaba por alguno, recordaba perfectamente cuál era su contenido, de vez en cuando, me recitaba o me entonaba una canción de cuando era niña, tenía una memoria privilegiada.

Amiga del alma, te fuiste sin poderte decir adiós, sin poder estrechar tus manos en las mías. Me acompañaste siempre. Gracias por todo lo que enseñaste, por todo lo que me diste. Gracias por transmitirme cuando era una niña el deseo “No quiero ser mayor”.

Estarás junto a D. Carlos gozando de ese Cielo que mientras viviste quisiste acercar a la tierra. Guárdame un sitio junto a ti, tenemos que seguir hablando. Nunca te olvidaré. Tu niña.

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