Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Un gueto junto al estadio

El 'derecho a divertirse' es una gran memez contemporánea, madre de muchos abusos

Vivir al lado de un estadio de fútbol te regala domingos alegres, donde los más vulnerables y maltratados por el destino son uno más por un día, y las distancias sociales y económicas se diluyen por unas horas gracias al calor de una afición, o sea, un grupo enorme cohesionado alrededor de cosas que no existen realmente salvo en una percepción común, en esencia intangible, no visible, basada en eso que llamamos amor. Un estadio en tu barrio te regala también un pulmón de silencio y soledad, salvo en las jornadas de partido, y gracias a los coliseos futbolísticos los barrios cuentan con más servicios públicos y privados de los que tendría en función de sus habitantes estables. También, como pasivos frente a esos activos tan valiosos, un estadio atrae a gente agresiva, desfasada e indeseable que ensucia el nombre de ese ente abstracto llamado club de fútbol.

De tal forma que -da igual si es el Colombino, los Cármenes del Eurogranada, el Carranza de Primera o el Bernabéu- lo peor de cada casa, a quienes se une el chavalerío de parque temático a quien el fútbol no importa nada, hacen suyas calles condenadas por la fatalidad a ser un gueto quincenal (por ejemplo, la calle Tajo de Heliópolis, en Sevilla). Ayuntamientos e Interior hacen la vista gorda ante el destrozo, las meadas, el desfase violento y el abuso de esa gentuza -gentuza es quien se comporta como mala gente con los demás-. Toda la mierda en el mismo sitio, "controlada". No hace falta que confiese que conozco el tema de primera mano. No temo que algún canalla me venga a buscar: no es la lectura ni la prensa su afición. Como no lo es el deporte ni el juego del fútbol, bien mirado. La Policía -sus directores- prefieren que la quema de contendores, las riadas de orín y cristales rotos, el vandalismo de todo tipo esté concentrado en una calle condenada al inframundo periódico.

Es este un estado de cosas donde la desidia y el absentismo gubernamental se dan la mano con la brutalidad y el abuso de algunos -una cancerosa minoría de un colectivo gozoso de aficionados-, algo que no deja de ser otra cosa que una manifestación de ese concepto tramposo llamado "derecho a divertirse". Divertirse, evidentemente, no es un derecho salvo en una ética infantilizada e indolora para uno mismo, si no tendríamos que catalogar como derecho casi todo lo que uno hace: derecho a orinar en el portal ajeno, derecho a emborracharse, derecho a eructar en un funeral, derecho a lo que sea. O derecho a hacer botellón, y que le den a tu padre y a mi abuela si por mí pillan el coronavirus.

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