Tribuna libre

Álvaro García de Luján Sánchez de Puerta

Licenciado en Historia

¡Ah de los hombres buenos, Córdoba por Jerez!

POCO después de rodear Écija aquel invierno de 1985, el Seat que conducía mi padre por la N-IV enfilaba el desvío hacia Marchena en algo parecido a un atajo posibilista de carretera comarcal petada de baches primigenios.

Íbamos camino de Jerez de la Frontera. Y eso siempre era un acontecimiento.Partíamos de Córdoba. Para mis hermanos y para mí, desde el libre albedrío del asiento de atrás de un utilitario sin cinturones de seguridad, el que nuestro padre eligiera esa carretera en un metafísico volantazo –nunca hubo previo aviso- en lugar de encarrilar la carretera hacia la autopista de peaje rodeando Sevilla –eran otros tiempos; fueron siempre escasas las pelas- solo podía significar una cosa: pasar junto a la alta tapia de hormigón armado que rodeaba la iglesia de El Palmar de Troya del Papa Clemente con la cinta de Bambino sonando a todo trapo por la blaupunkt que mi madre gestionaba, imponente, frente al salpicadero.

Poco después atravesábamos Utrera.

Piénsenlo: es un viaje que marca carácter.

Aquel atajo de la N-333 fue lo más cercano a la leyenda para unos niños de madre cordobesa y padre jerezano. Aún a día de hoy, estoy seguro, mis hermanos y yo somos poco más que eso.

Seiscientos sesenta años antes un puñado de hombres buenos de Córdoba -¿quién demonios puede decir lo contrario?- siguieron algo parecido al itinerario de esa carretera para luchar y morir por otros hombres, mujeres y niños buenos de Jerez. Seiscientos sesenta años después aspiro a tener la endiablada elegancia del bajista de The Strokes sin saber bien por qué. Asuntos paralelos inexplicables. O no tanto.Otoño del año 1325, ‘Batalla de los Cueros’, a las puertas de Jerez: sangre, vísceras y cadáveres de cordobeses, moros y jerezanos. Jerez, amenazada y asediada por las tropas musulmanas benimerines, pidió auxilio a Sevilla. Nunca llegó.

Tal era el tamaño del ejército enemigo y tal el horror que esa previsible batalla medieval pudo suponer. Luchar hasta el fin o perecer.Según funcionan los asuntos del mundo desde hace tres mil años, Jerez tuvo que haber perdido aquella batalla. Pero no fue así.

Días antes, llegó la noticia de la amenaza hasta Córdoba. Sin ser reclamados, cada caballero, cada contrabandista, cada fraile, cada prestamista, cada campesino, cada tendero, cada tabernera, cada usurpador, cada artesano y bandido cordobés emprendió aquella causa como la suya. Y allá que fue todo cordobés, tal fuese su condición, a luchar por Jerez.

No pudo ser pero fue cuando aquella noche del 24 de octubre de 1325 se escuchó ruido de armas y gentío al otro lado de esa muralla de Jerez casi vencida, a la altura de Puerta Sevilla. Nadie respiraba. Fue el miedo. Dijeron.

Nadie supo de la brecha de género cuando aquella valerosa alcaidesa de Jerez que gobernaba las defensas del Alcázar, pie en las murallas, escuchó en el silencio de la madrugada ya roto: “¡Ah de los hombres buenos, Córdoba por Jerez!”. Después de un rato, incrédula, se asomó.

Agolpados junto a los muros, cientos, miles de guerreros cordobeses habían acudido, sin ser reclamados, a luchar por aquello que creyeron justo. Y eso, aquella vez, se llamó Jerez.

Fue una batalla de emboscadas. Lo cuenta el padre Coloma. Lo que no cuenta es que fue una guerra melodramática, traidora como la mejor de las guerras, sin prisioneros por ninguno de los dos lados. Porque nunca hubo hospital de campaña y porque nadie nunca mencionó un por entonces villorrio llamado Ginebra.

Lo demás, como en las mejores tragedias, fue táctica improvisada –no había otra- y espadas sin afilar. Mientras, al frente del ejército jerezano, Simón de los Cameros marchó para perder hacia el campamento enemigo por el camino de Vejer con una gran piel de tigre cubriendo su montura, despojo de un jeque moro. Dicen.

Acampados en las Dehesas de Martelilla, los benimerines -mercenarios pagados por el Reino musulmán de Granada- esperaban.

El choque fue colosal y los cristianos azuzaron mulas, potros y vacas con antorchas amarradas como elemento de choque contra el enemigo. Por eso la batalla se conoció también como la de ‘Los Potros’. Las tropas moras rechazaron el envite de los jerezanos. Las cosas, parece que no, pero pasan.

Ufanas, por qué no, las tropas moras se dirigieron hacia Jerez. Qué demonios: el camino quedaba abierto y la fortaleza jerezana desprotegida. Pero a la altura del Cerro de los Vientos los cordobeses aguardaban, al acecho, callados como siempre desde hace siglos. Nadie los llamó. Nunca nadie supo que estuvieran allí. Por Santiago.

Gritaron. Vencieron. Y la sangre corrió tanto que desde entonces hay un arroyo en el lugar llamado ‘La Matanzuela’ y una batalla llamada de ‘La Matanza’.

Tras salvar Jerez, así son, los cordobeses regresaron a sus quehaceres sin pedir permiso ni reconocimiento. Tenían cosas mejores que hacer. La vida siguió.Pasaron los siglos.

Tiempos extraños estos en los que la N-333 ya no existe. Tiene otro nombre, otra letra con la que llamarla. Algo, alguien, en algún lugar y en algún momento, lo decidió. Hace muchos años, quizás desde entonces, que no he vuelto a ir por esa carretera para ir a Jerez.

Ahora es todo más práctico; las autopistas están mejor asfaltadas, los bares de carretera son más limpios y ya no existen expositores de cassettes a su entrada. Los envoltorios de los bocadillos de calamares ahora son biodegradables. Todo ha ido a mejor, claro. La Seat decidió prescindir del Ritmo y a la iglesia de El Palmar ya no va nadie del mundo del espectáculo. Hubo alguien, siempre lo hay, que pensó por nosotros.

Jerez le debe una a Córdoba. Recuérdenlo cuando se crucen con un cordobés por la calle Larga. Y, a ser posible, que sea yo el primero.

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