Cuchillo sin filo

Francisco Correal

La huelga de los abuelos

PASARÁ el ruido de las cifras, el empate técnico resultante de buscar el punto justo del equilibrio entre los que siempre ganan y los que nunca pierden. Pasarán cábalas y lecturas del día después, interpretaciones y exégesis. Pasará la hermeneútica de las cifras, ay mi huelga, recordar y recordar, con letra y música de Manolo Melado. Y quedará en mi modesta memoria de periodista una frase dicha por quien la dijo, no me cabe la menor duda, con la mejor de las intenciones. Sin pensar, a su pesar, que estaba poniendo el dedo en la llaga de una de las realidades más lacerantes de esta España nuestra.

En la carrera de obstáculos para calentar la convocatoria y captar adhesiones, Manuel Pastrana, secretario general de la UGT de Andalucía, invitó a los abuelos a que el 29 de septiembre se sumaran a la huelga no cuidando de sus nietos. Soy de la opinión, con el afecto que sabe Pastrana que le profeso, con el respeto que me merece la lucha prometeica que mantuvo con la Parca hasta ganarle la batalla, que esos abuelos deberían ponerse en huelga todos los días del año y no sólo el marcado en rojo por los sindicatos.

Los abuelos no vinieron a este mundo para cuidar de sus nietos. Si lo hacen, es gracias a una sociedad que en su esquizofrenia laboral, ésa que no cabe en ninguna ley y está en las conciencias, ha primado el bienestar por encima de cualquier otro valor. Y en esa carrera ha disminuido el tiempo de atención y cuidado de los hijos. Abuelas y abuelos, que ya tenían todos los deberes hechos, que hicieron un país deshecho después de hacer una guerra que los deshizo, se encuentran ahora ante la tesitura de tener que sacar las castañas del fuego de una generación que no hizo ni la posguerra y que sin embargo, parafraseando a Delibes, juega a rebobinar las guerras de nuestros antepasados.

Mis abuelos nunca me cuidaron. Me quisieron con locura y me enseñaron a quererlos, a respetarlos. En especial mi abuelo Andrés, maestro panadero, por ser al que más traté y disfruté, se convirtió en mi guía y farol de conducta en la vida. Un magisterio ético que la sociedad ha arrinconado para reciclar a los abuelos en oficioso servicio doméstico, cuando no en víctimas colaterales de las nuevas guerras, las familiares. Abuelos y abuelas de usar y tirar que están para un roto y un descosido, mitigado su desdén sociológico con viajes del Imserso que en algunos casos son réplicas de la balada del Narayama, ese viaje crepuscular de la película de Imamura.

Si los abuelos se pusieran en huelga de verdad, íbamos a saber lo que vale un peine. Nunca se quejaron y sus quejas, sublimadas en llanto quejica, fueron abanderadas por los hijos que les dejan a los nietos.

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