Mucho se ha escrito del fuego que destruyó parte de la Catedral de Notre Dame de París. Sobra decir que es una pérdida, diría yo, irreparable, porque aunque se restaure no volverá a ser la misma, siempre sabremos que ha sido vulnerada en su autenticidad y en la intención primigenia de sus constructores de dar gloria a Dios. Mientras veía la dantesca escena del incendio en esta joya del gótico, me di cuenta de que la vida está hecha de instantes, tanto, que la existencia puede dar un vuelco en alguno de estos pequeños espacios de tiempo. Cada instante se fija a la retina, pero más al corazón, dejando a su paso una huella imborrable. Observando las llamas devorando a la catedral francesa, me pareció que ese momento de estupor se parecía mucho al que viví en directo cuando las torres gemelas de Nueva York sucumbían al ataque terrorista. No quiero con esto hacer una comparación, ya que las torres saldrían perdiendo en cuanto a la belleza, aporte cultural y religioso del templo católico, pero sí hay semejanza en la conmoción. Ambos hechos anunciaban cambios no deseados y hacían que se apoderara de mí la impotencia, la rabia y la incredulidad. Instantes, solo instantes, uno detrás de otro, no hace falta más para conformar una vida. Son como flashes que se encienden en la oscuridad y sostienen con su fugacidad nuestra estructura emocional. Vistos desde el balcón de la edad se puede apreciar la magnificencia de algunos, como el nacimiento de un hijo y el amor que se entrega solo una vez al ser elegido. En contraste están aquellos instantes punzantes que dejan desolación, rechazo, traición. Durante las crisis los seres humanos somos como una catedral herida que se resiste al desplome y saca fuerzas hasta de su propia debilidad. A veces los incendios interiores son necesarios para que la pérdida, convertida en humo, se eleve hasta desaparecer y nos deje limpios, no solo de culpas, sino también de engañosos afanes que nos hacen tropezar con la misma piedra una y otra vez.

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