La Semana Santa es una especie de cajón de sastre donde entra casi todo; lo bueno, lo malo, la emoción, las sensaciones, el surrealismo, los católicos convencidos, los cofrades advenedizos... y, también, mucha, mucha, mucha pamplina y, como, es natural, los abanderados de la misma, estultos sin remedio. De la fiesta del pueblo que siempre ha sido se ha pasado, sin solución de continuidad, a una manifestación pública de tintes pseudorreligiosos, con atractivos turísticos y, por tanto, comerciales. A la Semana Santa, esencia absoluta del sentir del pueblo, le sobra, cada vez, más cosas y, por supuesto, casi hasta más gente. Mis mayores respetos para tantos esforzados que, en las Hermandades, trabajan, silenciosamente y sin buscar nada a cambio, enamorados de lo que hacen por cariño supremo hacia lo que creen. Honor para ellos y todas las máxima consideraciones porque, por su sapiencia, entendimiento y amor, la tradición y la historia vuelven a escribir, sus grandes páginas de gloria. Pero hay contrastes; demasiados contrastes, lo superfluo, lo que roza lo absurdo, lo esquivo, los gestos estentóreos y poco sensatos, que ponen tantos voceros de la nada como pululan en nuestras cofradías. Gente equivocada que, no obstante, se creen eternos salvadores de una tradición que ellos, casi no saben en qué consiste y que manejan unos hilos interesados para que sus pobres argumentaciones encuentren eco en auditorios fácilmente manejables. Y, entre lo más surreal, sólo voy a pasar por encima, los inquilinos de los martillos de los pasos. Cada tarde de la Semana Santa, nuestras calles se llenan de burdos imitadores - aquí de Martín Gómez - que se convierten por unas horas en patéticos romanceros de letanías incalificables. ¡De pena! Para irse.

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