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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 1. Parte I)

Una viña en tiempo de vendimia.

Una viña en tiempo de vendimia. / Pascual

Preámbulo

La novela discurre en España, Italia, Hungría y Grecia, durante el siglo XIX, y relata la vida de un afinador de fuentes; oficio antiguo, hoy perdido, cuyo objeto consistía en dar musicalidad a los sonidos de las fuentes. Su protagonista, Jacobo, ha ahondado, sin embargo, en los secretos de su oficio hasta conseguir mediante un aro de aluminio (material entonces tan raro que se pagaba a mayor precio que el oro o la plata, hasta el punto de que Napoleón III hizo que se fabricara en este material la cubertería de las comidas oficiales del Estado), así como de pistones, biseles, lengüetas... que sus fuentes reprodujeran, no sólo sonidos melódicos, sino la voz humana.

Los avatares de Jacobo se entremezclan en la novela con los de su amada Mencía, hija del marqués de San Juan de Aliaga, quien, a pesar de su noble condición, se relaciona con obreros miembros de la Mano Negra. El relato que se ofrece de esta asociación de campesinos del siglo XIX no se fundamenta en los varios estudios que se han publicado sobre la materia, sino en los hechos declarados probados en la sentencia dictada en el procedimiento judicial seguido contra los asesinos de Bartolomé Gago Campos, El Blanco de Benaocaz. Así tituló la Audiencia Provincial el procedimiento que los periodistas llamaron con exagerado sensacionalismo de "La Mano Negra". Por consiguiente, los datos y circunstancias que se ofrecen en el relato han sido extraídos directamente de esa sentencia (más propiamente, del estudio que de ella hizo el recordado Manuel de la Hera Oca, magistrado que fue de la Audiencia Provincial de Cádiz), aunque, obviamente, incluyendo escenas puramente noveladas.

Capítulo 1. Parte I

–Carmen, uno de los polluelos de jilguero se ha colado en casa.

Fue la primera vez que sus padres detectaron el fino oído musical de Jacobo, que apenas contaba con unos meses de edad, y que con su vocecita menuda andaba reproduciendo desde su cuna, los pío-pío de las crías de jilguero que habían anidado en la higuera del huerto, junto a la ventana.

Desde ese día, cualquier sonido melódico que se produjera fuera de la casa se copiaba en la voz de Jacobo, solo que más tenue y agudo.

Con el tiempo, esos sonidos se fueron perfeccionando y el niño reproducía con asombrosa exactitud la escalilla musical del chiflo del afilador, el cornetín del pregonero o el crotorar de la ruleta del barquillero.No tenía Jacobo ni cinco años cuando su madre, tan harta de aguantar la afición de su hijo por llevar hasta dentro de la casa los sonidos de la calle, como pasmada de la fidelidad con que los copiaba, decidió llevar a su hijo ante don Julián Ceballos, el profesor de piano.

A Anselmo, su marido, no le gustó la idea. Temía que ese don del niño para la música le hiciera desviarse del oficio que había sido el de su familia durante generaciones, el de afinador de fuentes. Para Anselmo no había otro más hermoso: dotar a una fuente de musicalidad era darle voz. Consistía por tanto en crear desde la nada, “un trabajo –como repetía a menudo su abuelo– reservado solo a Dios. Lo que Él hizo con barro, nosotros lo hacemos con agua”.

Pero afinar fuentes era un arte muy difícil que requería, además de un oído extraordinariamente fino (y de este don andaba sobrado el niño), una habilidad manual que solo podía adquirirse dedicándole muchas horas al aprendizaje del oficio y una paciencia y meticulosidad imposibles de alcanzar sin una honda afición por él.

Cuando, con tono de desdén, Anselmo respondió a su mujer que un afinador necesita buen oído, pero no tiene por qué ser pianista, ella replicó:

–Anselmo, eres el mejor afinador de fuentes de toda la comarca, por eso el marqués te contrató a ti y no a cualquiera de los otros, aunque cobran menos que tú. Hasta el día en que llegaste al acuerdo de trabajar únicamente para él nunca te faltó trabajo porque todo el mundo se admira de los sonidos de tus fuentes, pero imagínate que hubieras sabido música: las melodías tan hermosas que podrías haber compuesto para que ellas las reprodujeran con sus caños. Hubiera sido para tus clientes como tener una orquesta en el jardín. Bueno, ahora para tu único cliente, porque…

Anselmo la interrumpió:

–Carmen, no vuelvas otra vez con la monserga de que estoy en manos del marqués; de que si él siente el capricho de despedirme o alguna vez cae el negocio del brandy será su ruina, pero también la nuestra.

–Es que es así. Incluso esta casa y estos muebles son del marqués. Si te despidiera nos veríamos en la calle y sin nada… Y además vamos cumpliendo años. Ya no somos tan jóvenes como para empezar de nuevo. Pero tienes razón: no volvamos a esa conversación que ya cansa, sino a Jacobo. ¿Qué te parece mi idea?Anselmo asintió. No le gustaba aquella discusión, aunque sabía que, en buena parte, la perspectiva que dibujaba su mujer era cierta. Quizás, no la ruina -impensable en alguien como el marqués, que era extraordinariamente rico y su negocio de brandy el más importante que se conocía-, pero sí que sintiera alguna vez el capricho de despedirlo. Todo el mundo conocía su carácter despótico y su soberbia. De hecho, el anterior afinador de fuentes vivía en la casa que ellos ocupaban, y un día al marqués no le gustó el sonido de una fuente y lo despidió sin más. La única concesión que le hizo fue darle una semana para que buscara casa y trabajo… Y así andaba el pobre hombre desde entonces: viviendo en una zahúrda medio en ruinas y sin trabajo, porque ningún rico de la comarca quería soportar las burlas del marqués, que llamaba a quienes contrataban a aquellos que él despedía “Recogedores de mi mierda”.

Dejó Anselmo estos grises pensamientos para decir con tono resignado:

–Haz lo que te parezca. Ve a ver a don Julián si quieres, pero déjale claro que no podemos pagarle por sus clases lo que el marqués.

Al día siguiente, Carmen arregló a su hijo y, juntos de la mano, salieron de casa.

Vivían apenas a dos kilómetros de la ciudad, en una casa construida cerca de la entrada de una extensa viña, ‘Lavapájaros’, situada en uno de los mejores pagos de la comarca. Les había sido cedida por el marqués de San Juan de Aliaga, dueño también de la tierra, cuando contrató a Anselmo.

Se trataba de una edificación relativamente pequeña, de líneas muy armoniosas. Como era corriente en las viñas de la zona, se había levantado en una sola planta con tres arcos en su frente. Una gran buganvilla con flores de un intenso color rojo cardenal corría por los arcos dando contraste a la cal de la que estaban revestidos. Los gruesos muros laterales se sustentaban con pies de amigo en su centro, que Carmen había colmado de macetas sembradas de dalias.

Desde el huerto trasero se divisaba el señorío de la finca, erigido sobre un ancho mamelón cuya cima había sido aplanada hasta convertirla en almijar. Con el paso de los años ese almijar fue transformándose en jardín y donde antiguamente se asoleaban las uvas ahora crecían rosas, siemprevivas, dalias, dompedros… En una esquina, macizos de hierbabuena, tomillo, romero y espliego perfumaban el aire con un denso olor dulzón y fresco.

El imponente edificio lucía una garita labrada en cada cantón y, entre ellas, un muro almenado por el que el sol corría durante toda la jornada porque estaba orientado al sur. Lo coronaba una torre-mirador desde la que se divisaba toda la campiña. A ella subía, a la caída de la tarde, el dueño de la finca para engloriarse en la contemplación de sus tierras.

Esa tarde, el marqués había subido antes porque empezaba la vendimia. Descubrió el mismo trajín de carros que se repetía cada año por esa época. La cañada real de Albite, que cruzaba ‘Lavapájaros’ desliando sobre las tierras de albariza su cinta serena, era un hervidero de gente, animales y carros.

Viendo aquel paisaje cuarteado por la ancha línea ocre de la cañada y las más estrechas de sus hijuelas, y oyendo la quejumbre de los hierros de los carros que, uno detrás de otro, se dirigían a cada una de las viñas del pago de ‘Anaferas’, en el que estaba la suya, cargados de racimos de uva, el marqués se puso a calcular a ojo lo que le costaría aquella vendimia.

Para ello fijó la vista en los carros tirados por recios bueyes que andaban a paso cansino y con el hocico, verde de jugo, levantado para sorber el olor de lo lejano, y empezó a contarlos. Torció el gesto al terminar la cuenta: le salía un dineral. Y es que era costumbre que los bueyeros contratados para la vendimia no solo cobraran por jornada de trabajo, sino por la distancia entre la viña y el lagar, como si los bueyes se gastaran a la par que las ruedas.

Se dijo entonces que, desgraciadamente, las coladas habían dejado de ser camino para convertirse en medida del camino.

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