Manolo Romero Bejarano

La leyenda del olivo de la torre

A Santiago Moreno, a quien espero que este artículo sirva de respuesta.

Corría la primavera de 1471 y el levante se entretenía en peinar los trigales verdes. La frontera con el Reino de Granada cada vez estaba más lejos y la ciudad ya había empezado a crecer fuera de sus murallas, animada por la riqueza que generaban las tierras cercanas. Ricos, pobres y frailes pululaban por las calles, pero lo que podría haberse convertido en un periodo feliz se vio enturbiado por las luchas intestinas de la nobleza. Desde hacía décadas Dávilas y Villavicencios mantenían un enfrentamiento abierto, animado por las dos grandes casas nobiliarias de la Baja Andalucía: Ponce de León y Pérez de Guzmán El Bueno. Los combates urbanos eran frecuentes e incluso había casas señoriales con torreones y almenas para hacerse fuerte en caso de que la cosa se pusiese fea.

Un día coincidieron en San Salvador, en misa de 8, Catalina Núñez de Villavicencio y Juan Dávila. Ella tenía 16, él 17. Ella era morena, de ojos verdes rasgados y tenía unos hermosos pechos que hubiesen sido la envidia de las huríes. Él era alto y gallardo, de porte atlético y hermoso pelo rubio ensortijado, un poco a lo Bisbal. No hubo palabras, sólo miradas, pero esa tarde la pasión llenó los viejos muros de la colegiata. Los días que siguieron fueron un ir y venir de criadas y mozos de cuadra entre San Mateo, donde vivía Catalina, y San Marcos, barrio de Juan. Poco a poco las breves notas dieron paso a largas e inflamadas cartas, hasta que llegó la primera cita.

Sus familias se detestaban, así que nadie podría verles juntos. Por eso eligieron la oscuridad y uno de los lugares más solitarios de la ciudad: el torreón de la calle Muro, donde hacía de vigía un primo de Juan que le juró mantener el secreto. En la azotea de la torre se declararon su amor, allí se unieron sus manos en un juramento de fidelidad eterna, y allí la luna les vio noche tras noche derrochar besos y caricias. Sabían que lo suyo era imposible, así que decidieron huir, a Francia, a Génova, a Aragón, a tierra de moros, a cualquier lugar donde nadie les conociese, lejos de lanzas y escudos, libres de odio y rencor.

Pero su amor no podía cambiar el mundo violento que les rodeaba. Ríos de sangre y dolor fluían por todas partes y las tropas de Ponces y Guzmanes se enfrentaban cada vez con más frecuencia, hasta que estalló una guerra abierta. Jerez, dependiente de la Corona, se declaró neutral, pero don Rodrigo Ponce de León invadió la ciudad el 3 de agosto. Como partidario de los Guzmanes, el padre de Catalina fue ajusticiado y su casa saqueada e incendiada. Su familia fue enviada al destierro. En las calles jerezanas ya solo quedó lugar para las lágrimas.

Juan Dávila se encerró en un torreón de su casa y comunicó a su familia la intención de profesar en la cartuja de Santa María de las Cuevas. Pero un día llegó un fardo a su nombre. Cuando lo abrió, descubrió una maceta con un pequeño olivo. A la mañana siguiente un criado le entregó una carta, pegada bajo el jarro en que le traían el vino. Era de ella.

…Juan, no puedo decirte donde estoy, porque sé que vendrías a buscarme y aquí tendrías una muerte segura. Pero sé que esto acabará algún día. Dicen que pronto podremos volver a Jerez. El olivo será el símbolo de nuestro amor. Llévalo a la azotea del torreón, donde fuimos tan felices y espérame allí. La noche que por fin sea libre, subiré y te encontraré…

Si él hubiese sabido que Catalina estaba en Sanlúcar, capital del señorío de los Guzmán, habría montado en su caballo sin parar hasta abrazarla. Pero, ignorante de todo, se llevó el olivo a la torre y allí esperó una noche detrás de otra. Y así pasó el tiempo, y el olivo creció rompiendo su maceta y clavando sus raíces en la azotea. Marchó don Rodrigo y vinieron los Reyes Católicos a imponer la paz y acabar con la estúpida lucha de la nobleza, pero Catalina nunca regresó.

Le contaron que ella estaba en Sanlúcar, pero hubo de embarcarse hacia Lisboa para huir de una epidemia de peste, con tan mala suerte que el barco naufragó al doblar el cabo de San Vicente. Juan quiso creer que su amada se había salvado y así siguió subiendo cada noche al torreón de la calle Muro hasta que un día, muchos años después, le encontraron muerto junto al olivo una madrugada de abril, mientras que el eterno levante volvía, una vez más, a peinar los trigales verdes. Huelga decir que Catalina le aguardó todo ese tiempo prendida de un bosque de corales, en el fondo del océano.

Desde entonces, el árbol ha sido considerado un símbolo del Cariño Eterno. Por eso el Ayuntamiento lo ha respetado en su sitio durante siglos, sin importar que la torre amenace ruina y el mejor día se venga al suelo, aplastando, de camino, a unos cuantos viandantes. Por que ya lo dijo el poeta. Frente a toda razón, siempre triunfará el amor.

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