Magnífica tarde de sábado. Temperatura de paraíso terrenal, amenazaba lluvia y una atípica luminosidad agrisada acentuaba la belleza del atardecer. Tiempo ideal para pasear tranquilo por la ciudad saboreando tu pasión de urbanita convencido. Mi gozo en el pozo de un inoportuno mensaje de móvil. ¡Qué feliz se era cuando sólo tenías el teléfono de tu casa y a la calle se iba vacío de inesperadas incertidumbres estúpidas!. La voz resonó tajante: ¡Llévame a IKEA! Se acabó la placidez del momento y se apagaron los dulces tonos del bello ocaso sabatino. Los hijos, ahora, siempre mandan. Las riadas humanas que acuden a la Feria las noches de alumbrado, las mareas de gente hacia el Centro un Domingo de Ramos o las miles de criaturas con sus vástagos al encuentro de la Cabalgata de Reyes Magos nada tenían que ver con la multitud que atestaba los pasillos interminables de la gran superficie sueca. Familias enteras, incluidas abuelas con andador; jóvenes casaderas acompañadas de los novios y de sus futuros suegros; pandillas de adolescentes bulliciosos y escandalosos - ¡habrá algo más triste que nuestros muchachos acudan a IKEA a entretenerse! -; matrimonios a la búsqueda de edredones nórdicos de saldo, que el fresquito, ya, se siente por la noche; niños correteando y hasta jugando al escondite por los laberintos comerciales; aburridos maridos viendo el fútbol en la aplicación del móvil y hasta tres curas jóvenes vestidos con sus rigurosos uniformes reglamentarios hacían imposible el deambular por la gran tienda donde venden de todo; ni siquiera se veían las sempiternas flechitas. Un horror. Una sociedad que cambia una plácida tarde de bellas luces por un paseo por IKEA goza de un oscuro futuro. Y todo por una llamada estúpida de móvil.

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