La columna

Pedro Sevilla Gómez

La lluvia

LOS inviernos, como los poetas, son de dos clases, húmedos o secos, y definitivamente parece confirmarse que éste que ya se aleja nos ha salido Gil de Biedma total. Según mi cuñado, aquí en el pueblo, en el Mesón de la Molinera, se han recogido ya más de seiscientos litros de agua por metro cuadrado, aunque sobre esto existen discusiones interminables, porque en algunos bares hay quienes aseguran que han caído mil litros. Pero no hay que hacerles caso, porque suelen ser clientes húmedos. Con todo, no es de esta lluvia de la que yo quiero escribir, por mucho que me alegre por la gente del campo y porque nos garantiza un verano sin problemas en la ducha. Yo quiero escribir de la lluvia de la poesía, de la lluvia de la memoria, de esa lluvia que, según Joaquín Márquez, es un experimento triste, y según Borges transcurre, siempre, en el pasado. El otro día me llamó mi madre, para felicitarme por mi cincuenta aniversario, y con su voz más nostálgica me dijo que estábamos viviendo un invierno "de los antiguos, cuando tu padre se tiraba semanas y semanas sin poder ir al campo a trabajar". Capté inmediatamente el eco melancólico de su voz y me acordé de los inviernos de mi infancia, cuando llovía y llovía y mi padre no podía ir al campo, y recordé los versos de Borges, porque, en efecto, la lluvia, la lluvia de la que hablaba mi madre, no tenía ya nada que ver con la meteorología, sino que era una lluvia del pasado, una lluvia hecha memoria. Sí que es verdad, pensé, nunca llueve en el presente. Es más, cuando colgué el teléfono, me di cuenta de que aquella lluvia era la misma que la de mi adolescencia, cuando yo seguía por las calles al poeta Julio Mariscal para plagiar sus versos y su manera de fumar, o cuando me escondía con mi novia en los soportales de las casonas del casco antiguo, para abrigarla con mi chamarreta azul, y para besarnos y tararear las baladas del griego Demis Roussos.La lluvia es siempre la misma lluvia, como el amor es siempre el mismo amor. Este invierno cumplidor nos está llenando los pantanos, pero sobre todo nos está enardeciendo la memoria. A mí me ha hecho de nuevo adolescente -adolescente con cincuenta años, qué monstruosidad- y a mi madre, que ahora es una viuda solitaria, la ha devuelto a su juventud, cuando por las tardes se sentaba a esperar que su marido llegase del campo y le dedicase una sonrisa, y le pidiese agua caliente para lavarse.

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