la esquina

José Aguilar

Y luego dicen que la gasolina es cara...

DOS ministros, el de Economía y el de Industria, Energía y Turismo, se han quejado de lo cara que está la gasolina, a la que el Gobierno acaba de subirle el IVA. Soria considera "inasumible" que el coste de la vida (IPC) haya aumentado hasta cinco décimas sólo por culpa de los carburantes, y Guindos asegura que el coste de éstos, si se restan los impuestos, es de los más altos de Europa.

Completamente de acuerdo. Pero conviene que los ministros en general, y los del ramo económico en particular, no se quejen, sino que hagan algo, en vez de seguir al pie de la letra la nueva doctrina Rajoy: la realidad le impide cumplir su programa electoral. Si para algo necesitamos gobernantes es para transformar la realidad que no nos gusta, no para aceptarla y adaptarse a ella. Desde luego no está en manos de los consumidores alterar la repercusión "inasumible" de los combustibles en el IPC ni cambiar el hecho de que sus precios se encuentren entre los más elevados del continente europeo.

Vayamos a esa realidad molesta y dañina que los ministros lamentan como una fatalidad insuperable. Casi la mitad de lo que cuesta al usuario el litro de gasolina de 95 y el de gasóleo se va en impuestos (que son tres, como las hijas de Elena, que ninguna era buena: el impuesto especial sobre los hidrocarburos, el IVA y el impuesto sobre las ventas minoristas). Ahora bien, dejando aparte estos gravámenes, la gasolina española es la segunda más cara de la UE, tras la de Dinamarca, mientras que el gasóleo ocupa la séptima posición. La carestía que motiva la queja ministerial procede, pues, del tramo de precios fijado por las petroleras. O, si se prefiere, del margen comercial con el que operan en las operaciones de refino, transporte y distribución (el precio del crudo en origen vale para todos los países europeos).

Es un margen que establecen las propias compañías bajo el principio del cohete y la pluma: si aumenta el coste de la materia prima en los mercados internacionales, la gasolina sube como un cohete, pero si baja, desciende con lentitud desesperante. Ocurre así porque los demandantes de combustibles son millones y, en cambio, la oferta está superconcentrada. Dos empresas se reparten la mitad de las gasolineras del país. Con este desequilibrio entre oferta y demanda la competencia no es que se debilite, es que no existe. No creo que le fuese muy difícil a las autoridades económicas investigar si estamos ante un oligopolio bien avenido.

De modo que, vale, un Gobierno tan liberal no podría fijar un precio máximo de la gasolina ni Europa se lo admitiría. Pero garantizar que haya competencia real entre quienes la venden sí está en sus manos. Mejor que quejarse de lo cara que está.

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