La tribuna

manuel Ruiz Zamora

El lujo de la filosofía

CONFIESO que aún no me cuento entre los innumerables detractores del ministro Wert. Aunque sólo sea por el revuelo que ha logrado causar en las aguas lánguidas, por no decir mortecinas, del mundo académico ya merecería algo de consideración por nuestra parte. Creo que si de algo pecan muchas de sus propuestas es precisamente de una suerte de timorato realismo que podríamos, casi, calificar de ingenuo. En mi opinión, más que de reformas, el edificio de nuestra educación pública está necesitado de una verdadera revolución que replantee sin complejos su diseño y su estructura desde unos presupuestos organizativos y pedagógicos virtualmente antitéticos a los que han predominado hasta el momento.

Por eso, me gustaría proponer una premisa para todos aquellos que asistimos con preocupación a las amenazas que se ciernen sobre el futuro académico de la filosofía: deberíamos desvincular la suerte de ésta de la defensa de un statu quo educativo que no resiste el menor análisis, según se encargan de poner de manifiesto todas las instancias evaluadoras independientes.

El problema que se presenta, en mi opinión, con respecto a las asechanzas de la Lomce no se deriva tanto de las reformas en sí mismas, muchas de ellas imprescindibles para cualquiera que no se encuentre hipnotizado por el proverbial inmovilismo de nuestra exótica izquierda y sus interesados satélites psicopedagógicos, sino del hecho de que, en una sociedad tan burdamente ideologizada como la nuestra, la necesidad objetiva de reformar algo suele convertirse en la excusa perfecta para contrarreformar lo de más allá. Así, en el caso que nos ocupa, mientras se procura una presencia poco menos que testimonial de la filosofía en los planes de estudio, se propicia el regreso triunfante de la religión a los centros educativos. Con ello la derecha ofrece una de sus acostumbradas exhibiciones de inteligencia política: no sólo degrada un poco más el sistema de enseñanza que afirma querer mejorar, sino que consigue ajustarse casi milimétricamente a la caricatura más grosera que de ella presentan sus enemigos.

Somos un país que nace de la fe militante, de las banderías incondicionales, de las cruzadas contra todo aquello que despliegue un discurso diferente frente al dogma instituido. Mientras en el resto de Europa el racionalismo y el empirismo filosóficos propiciaban el desarrollo de las ciencias positivas, aquí la teología escolástica nos condenaba a un atraso en la investigación que aún perdura. Muchas de nuestras lacras históricas tienen su origen en el desprecio secular que se le ha dispensado al pensamiento.

Nuestra forma de entender la vida política aún adolece de estos vicios. Seguimos siendo, casi ontológicamente, de izquierdas o derechas. Seguimos arrojando creencias que nos blindan frente a los argumentos. Seguimos, como señalara Machado, embistiendo cuando pensamos. Por eso, si de algo está necesitada nuestra frívola democracia almodovariana es, precisamente, de una serie de pedagogías que ninguna otra disciplina puede subvenir mejor que la filosofía: el sentido de la ley, el valor del diálogo, la naturaleza de las instituciones democráticas, los cauces de la participación política. Contra el rearme de las diversas formas de fundamentalismo, la filosofía se hace más necesaria que nunca; contra el regreso obsceno de los narcisismos de las pequeñas diferencias, contra la instrumentalización puramente tecnicista de los seres (y los saberes) humanos, contra las groseras seducciones del populismo, contra el adocenamiento gregario que procuran las ideologías.

Es posible que, parafraseando a Chesterton, la filosofía sea un lujo y otros saberes una necesidad, pero evítenme tener que pronunciar qué cosa sería la vida del hombre si éste se limitara únicamente a hacer sus necesidades. Ya Ortega recordaba que "el hombre es un animal para el que sólo lo superfluo es necesario". El lujo inestimable de esa especie de saber del no saber que es la filosofía estriba en aportar una perspectiva de trascendencia que disuelve y reconstituye el orden aparente de las palabras y las cosas, de ahí que Hegel pudiera decir que "la filosofía es el mundo al revés". Incluso desde una concepción estrictamente productivista de los saberes educativos el pensamiento filosófico procura aportaciones imprescindibles: cuestiona fundamentos, relativiza presupuestos supuestamente incontrovertibles, delimita conocimientos e integra finalmente cualquier disciplina en un contexto más amplio y más rico.

Un arquitecto o un médico con formación filosófica dispondrán de un concepto más profundo del sentido de su trabajo. Pero hay cuestiones de mayor alcance: en una sociedad tan empobrecida por décadas de banalidad psicopedagógica, ¿se les va a dispensar a los jóvenes, justo a esas edades en las que el mundo se les abre en todo su horror y su belleza, del contacto con esas preguntas esenciales?: ¿qué es la verdad? ¿qué es el bien? ¿qué es la justicia? ¿qué es la belleza?

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