No son una buena inversión. Al contrario de lo que pasa con los festivales flamencos o con los parques de atracciones, los enfermos salen caros porque cuestan un pico también pero ni siquiera atraen al turismo. La fortuna que gastan los ambulatorios en cataplasmas y en cabestrillos, en jeringas y esparadrapo, alcanza una cifra tan garrafal que los sucesivos gobiernos se ven obligados a plantear si merece la pena volcarse con los enfermos en los presupuestos anuales o si será mejor no volcarse tanto y guardar algo de plata para otros caprichos más entretenidos.

Como no son una buena inversión los enfermos, suele faltar personal para atenderlos y suelen colapsarse los servicios de urgencias en los hospitales. Las salas de espera se abarrotan entonces de gente pachucha, tosiendo sin parar, quejándose de lo mal que están ellos y ya de paso de lo mal que está la Sanidad por estos pagos. Y eso cuando no faltan ambulancias para atender a los que ni siquiera pudieron llegar por su propio pie hasta el mostrador donde admiten a los pacientes. O cuando esas ambulancias llegan pero, por acumulárseles el trabajo, llegan tan tarde que mejor hubiera sido llamar a los servicios de urgencias de Luxemburgo.

Por otro lado, esa escasez de personal provoca que los médicos, para colmo, a la hora de atenderlos, dediquen menos tiempo a esos pacientes que el que les dedicarían si en vez de enfermos fueran vendedores de enciclopedias. Hay veces incluso que, a falta de habitaciones, esos enfermos son acomodados en una cama, con su gotero y todo, allí en medio de un pasillo, como si los hubieran ingresado en un hospital, pero de campaña y en época de bombardeo.

Para justificar semejantes colapsos, en vez de decir la verdad (o sea, que los enfermos no siempre son un buen negocio) los encargados de administrar la cosa pública suelen cargar el muerto a las malditas circunstancias, que no tienen miramiento alguno con los que son de salud frágil, y recurren a un repertorio de excusas que van desde la llegada de una ola de frío, que nadie esperaba en enero, hasta una repentina epidemia de gripe, que también debe de ser lo nunca visto.

Se entendería que ante un terremoto hubiese escasez de medios para atender a los primeros heridos. O que tras la caída de una nube de meteoritos hubiera un poco de confusión en la planta de traumatología. Pero que los catarros en invierno supongan un trastorno en los servicios de urgencias sanitarias es como si a los vendedores de petardos les pillaran las Fallas sin existencias.

Con todo, podría ser peor. Afortunadamente son médicos y enfermeros los que nos cuidan cuando caemos malos, porque si los encargados de curarnos fueran los charlatanes que se dedican a pregonar el lujo de sanidad que tenemos los andaluces, los que no iban a dar abasto no son los servicios de urgencias. Iban a ser los de pompas fúnebres.

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