la esquina

José Aguilar

Una maldad de Rajoy

ME quedé con las ganas de comentar la gracieta que Mariano Rajoy había hecho a costa de Griñán en el mitin de cierre de campaña del PP, celebrado el viernes 23 en Sevilla.

En medio del fervor de sus partidarios, Rajoy -en su quinta intervención en la campaña andaluza- no se privó de situar al candidato Arenas en la Historia por las dimensiones del cambio que iba a protagonizar. Por supuesto, le felicitó por adelantado y se comprometió a asistir a su venturosa toma de posesión. Gran fiasco: todavía los andaluces no habían votado.

Una equivocación la tiene cualquiera, y una euforia prematura la han disfrutado todos los que se dedican a la política. Nada hay que reprocharle en este sentido al presidente del Gobierno. Lo que no suele ocurrirle a un líder político es que la embriaguez del poder le lleve a olvidar el respeto al adversario, la educación y la norma de conducta que le impide a uno utilizar conversaciones privadas para deteriorar el buen nombre y la imagen de quien tiene enfrente.

Esto es lo que hizo Rajoy. Tras avisar al auditorio de que no sabía si contarlo o no -falso: ¡se moría por contarlo!-, relató que había coincidido en el AVE con el ex presidente Felipe González y el secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, y soltó la maldad: "Discrepo de ellos, pero los tres hemos coincidido en la opinión que tenemos sobre el candidato de su partido a la Junta". Al respetable, claro es, le encantó.

Partimos de la base de que Felipe y Rubalcaba no tienen la mejor de las opiniones de Griñán. Vale. Es legítimo dudar, sin embargo, que la compartieran con Mariano Rajoy en el transcurso de un viaje en el AVE. Y aun en el peor de los supuestos, si ambos socialistas vertieron críticas sobre la capacidad o el liderazgo de Griñán delante de Rajoy, nunca debió éste usar la insidia para insinuarlo en público, en un mitin de la campaña en la que el presidente de la Junta se la disputa a Arenas y ante un auditorio entregado que celebró la malevolencia con la hilaridad de rigor.

Hay un código entre demócratas y un hábito tanto más arraigado y exigible cuanto más alto se encuentre un dirigente político: separar estrictamente el debate público, la confrontación de ideas y la dialéctica entre opuestos de las conversaciones privadas. Lo que se habla en el bar del Congreso, lo que se opina en los pasillos, lo que se critica de un compañero ante un contrincante y lo que se dice de alguien fuera de la tribuna o de los periódicos, sencillamente, no se puede repetir en público, de manera ventajista, oportunista e infame. El señor presidente del Gobierno humilló al que era el señor presidente de la Junta. Y seguramente volverá a serlo.

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