Una amiga recordó que se cumplen cincuenta años de que ingresamos a la universidad. Pensé que se había hecho un lío con las cuentas, pero no, lleva toda la razón, cruzamos el umbral de la universidad en mil novecientos sesenta y nueve, con los movimientos del sesenta y ocho todavía resonando. Éramos un grupo de chicas provenientes de colegios privados que iniciaba la apasionante aventura de estudiar una profesión cuyo objetivo, en aquel primer día de clases, no aparecía lo suficientemente nítido. Luego, con los años, descubrimos que la carrera servía para muchas cosas, no sólo para ejercerla, sino que tenía un sinfín de utilidades escondidas que fuimos desenvolviendo día a día, como quien abre un regalo inesperado. No faltó quien nos dijera que solo estudiábamos MTC, siglas que significan "mientras te casas", pero se equivocaron, todas terminamos. Nuestra vida universitaria transcurrió entre las aulas, la cafetería, los espléndidos jardines del campus y el coche que tantas veces compartimos para asistir a las clases, ya que no solo era un medio de transporte, sino que servía de telediario, de consultorio sentimental y de pasar revista a los chicos. Aquella convivencia fue el telar donde se tejió nuestra amistad. Luego llegaron los matrimonios y los hijos, todos ellos recuerdos entrañables que desde el álbum de fotos nos recuerdan los escenarios recorridos. Ahora estas chicas son unas abuelas modernas, viajeras, coquetas, emprendedoras y sabias. Desconozco en qué bolsillo me he metido cincuenta años, así, sin más. En ocasiones tengo la sensación de que las agujas del reloj se han detenido en el punto de una relación por la que no pasa el tiempo. Ahora, dispersas por el mundo, tenemos un grupo de WhatsApp que parece un manantial de afectos donde podemos beber agua fresca cuando el cansancio y la sed nos hacen la faena. Al escuchar nuestros mensajes de voz, parece que seguimos igual, contándonos nuestras cosas, como si nos hubiésemos visto ayer, en la universidad.

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