UN desconocido se me acercó en una librería, donde yo acababa de leer poemas, y me dijo que había leído un poema mío en la boda civil de unos amigos (incluso me enseñó el folleto que había hecho imprimir, en el que estaba mi poema, acompañado de una cita de San Juan y otra cita de San Lucas). Y hace menos tiempo aún, un amigo me dijo que iba a leer ese mismo poema en la boda de otros amigos suyos. "Es que ese poema parece escrito para eso, para ser leído en una boda. Supongo que no te parecerá mal, ¿no?", me comentó. Y tuve que contestarle que no me parecía mal, aunque lo último que se me pasó por la cabeza al escribirlo fue que algún día iba a servir para desearle buena suerte a una pareja de novios.

Ese poema, De la mano, lo escribí a partir de un recuerdo que me traje de Zahara de los Atunes, en Cádiz, donde pasé el verano del 2000. Todo surgió de un paseo que di con mi hija de dos años, al caer la tarde, hasta un promontorio que da a la Playa de los Alemanes. Desde allí se veía la bahía de Tánger, al otro lado del Estrecho, que parecía tan próxima que uno creía poder tocarla. El mar rugía contra las rocas, y yo miraba la costa de Tánger sabiendo que de algún modo ya no podría volver a aquella ciudad. Paul Bowles había muerto ocho meses antes, así que la ciudad que yo había conocido y amado había dejado de existir. Por mucho que volviera, ya nada iba a ser lo mismo. ¿Para qué regresar al café Hafa o al hotel Continental? ¿Para qué pedirle al taxista que me llevara al Inmueble Itesa, si allí ya no vivía ningún amigo mío?

Mi hija y yo estuvimos mirando el mar hasta que nos dimos cuenta de que la noche se nos echaba encima. Se encendieron las primeras luces. Empezaron a oírse risas lejanas en algunos chalés. Y de pronto noté que mi hija me apretaba la mano con fuerza, porque era la primera vez que veía aquel extraño fenómeno: la oscuridad que de improviso invadía la tierra. Volvimos caminando muy despacio, mientras se encendían las farolas y los perros ladraban a lo lejos. Mi hija me apretaba la mano con fuerza, buscando la seguridad de alguien que la protegiera de la noche que se abalanzaba sobre nosotros. Y entonces pensé que la vida no era más que eso: un viaje entre las sombras que nos llevaba desde una luz lejana hasta otra luz lejana, que quizá era real o que quizá no lo era. Y lo único que podíamos pedir para ese viaje era ir de la mano de alguien: una mano igual de asustada pero también confiada, como la mano de mi hija estrechando la mía.

La vida es muy rara. Yo sólo quise expresar en aquel poema lo que sentí en un promontorio desde donde se veían unas luces lejanas. Pero hay gente que celebra con ese poema la unión de dos luces lejanas que han decidido convertirse en una sola, al menos mientras dure el camino. La vida es muy rara. O no tanto.

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