Con las malas noticias que nos bombardean a diario y con el enorme despliegue de falta de valores que nos rodea, a veces, aunque sea a ratos, hay que volver la vista hacia otro lado. Y para hacerlo, aproveché la invitación de María, una compañera de la universidad, para irme a un concierto de piano en el conservatorio. Tocaba Paula, la hija de unos amigos suyos que está estudiando en San Petersburgo. El talento de la chica resultó impresionante, con una maestría poco común en una joven de su edad. Mientras ella interpretaba su repertorio, me quedé mirando fijamente sus manos. No sólo tocaban. Hablaban. Gritaban. Nos sacudían. Entonces recordé una foto que había visto unos días antes en Internet, donde la mano de un bebé que aún estaba dentro del vientre, se aferraba a la mano del médico que le practicaba una cesárea a su madre. Es la foto de una vida que exige su turno. De una hoja en blanco que reclama su propio texto. De un alma estrenándose en un mundo caótico. Una mano apenas. Pero lo era todo. El presente y el futuro. Una mano que con el tiempo puede llegar a tocar el piano y ser una gran concertista. O quizá pintora. O escritora. ¡Qué más da! Siempre y cuando el arte la sublime. Una mano que formará parte de una generación que tal vez tenga una conciencia clara de las cosas. Una generación que no se rinda. Que no blasfeme. Que no renuncie a su herencia. Que no se niegue a sí misma. Que no se pierda en el precipicio del sin sentido que ahora nos ahoga. Una mano, que como las de Paula, nos reconcilien con la vida y nos regalen trocitos de cielo entre nota y nota. Salí del concierto del brazo de mi hijo menor. Le comenté lo hermoso que sería el mundo si todos nos dedicáramos a trabajos que nos enriquecieran el espíritu. Habría menos maldad. Él asintió.

Y nos fuimos caminando por el centro. Por las calles húmedas. Con el alma rebosante. Con la esperanza servida en una copa muy cálida.