Adrián / Fatou

La máscara, el fotógrafo y la flor

La fina lluvia del amanecer pinta de barniz las losas de piedra de la plaza. A través de los soportales del Palacio Ducal una misteriosa dama avanza con absoluta parsimonia. El tiempo se ha detenido, la húmeda atmósfera vela con una fina capa de neblina el horizonte, rasgado por la aguja de S. Giorgio Maggiore que destaca sobre el conjunto del islote.

El espacio es mágico, el entorno es mágicoý el tiempo es mágico. La enigmática dama luce atavíos de pedrería sobre tul amarillo intenso, tocado a juego y una máscara, símbolo de la ciudad y del mágico tiempo de carnaval.

Horas antes, cuando aún no había amanecido, la estrecha habitación del antiguo hotel cercano a la plaza, apenas si tenía capacidad para alojar vestidos, gorros, abalorios y demás indumentaria que compone la vestimenta.

Ante el espejo de volutas por el que parece haber pasado dos siglos, la dama cubre el entorno de sus ojos con una espesa capa de pintura negra, tapando así la huella que el tiempo ha dejado en ellos.

El corazón se le acelera ante la proximidad del momento. Cada elemento del complicado disfraz que se coloca la va transformando. Deja de ser definitivamente ella cuando, al fin, se coloca la máscara que cubre su cara. Desde ese momento el mundo es otro, el exterior que contempla y el suyo propio.

Tan sólo el fotógrafo, que ha presenciado la mutación desde un discreto ángulo de la habitación, será testigo de esa realidad que ahora enmascarada provocará la admiración de las miles de personas que, en unas horas, abarrotaran la plaza hasta llegar al embarcadero.

Sigo sus pasos por los soportales, apenas un puñado de fotógrafos, entre ellos un chiquillo, aguardan a tan temprana hora la presencia de esos personajes enmascarados. Seres enigmáticos, envueltos por la magia del lugar y del disfraz. Envueltos por el misterio de su propia razón de estar allí.

Absolutamente elegante, sutil, cautivadora, rápidamente se convierte en el objeto de atención. Con pose ensayada, leve inclinación de cabeza, mirada oblicua va seduciendo a las cámaras. Es el presagio de lo que va a ocurrir después, cuando el sol esté en lo alto y en la plaza no quepa un alma más.

La magia del momento, le hará flotar dentro del traje, deslizarse etérea sin rozar el suelo, como una diosa sobre andas. Ingrávida, sin peso, volátil y espectacular, absolutamente espectacular.

El fotógrafo se queda estupefacto ante la transformación, ante la capacidad de seducción de la máscara, ante la enmascarada realidad. Por unas horas el mundo entero la admirará, en la habitación quedaron las frustraciones, los desengaños, la insulsa cotidianidad, que sin duda aguardan su vuelta. Pero entre tanto, tan sólo el fotógrafo y la flor que porta en su mano conocen y ocultan la verdad, esa zafia y zahiriente verdadý es carnaval.

A Isabelle, Michelle, Josy y Marc por aportar el misterio y la seducción al carnaval veneciano.

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