Todos los días, después de comer, me gusta bajar las persianas y dejar que la luz se cuele a través de las mismas decorando a sus anchas el principio de la tarde, un momento especial en el que me escapo del mundo. La taza de café que dejo sobre la mesita que está al lado de mi butacón contempla impasible mi somnolencia al tiempo que mis pensamientos se abren paso entre la melancolía.

Reparo en que estoy hecha de barro, como cualquier botijo. Lo mismo que él, soy quebradiza y contengo dentro de mí un brebaje de palabras sueltas que cuando se desbordan forman frases y párrafos disciplinadamente imperfectos. La penumbra del salón deja al descubierto lo efímero de la existencia, podría quedarme ahí, adormilada, acompañada de la taza de café y el libro del caballero andante que nunca llegó a su destino porque se le oxidaron la armadura y la osadía. Podría no despertar -me digo mientras lucho por espabilarme- podría trasladarme plácidamente a otra dimensión sin que nadie se diera cuenta.

Me pregunto qué pasaría si no abro más los ojos. Nada -me respondo en silencio- nada. El mundo no me necesita. Entonces, como si desde dentro algo se sublevara, mis labios murmuran un haiku desconocido: Miro la Luna / tan clara como el agua / y tú tan ciego. No lo comprendo, pero enseguida pronuncio otro: Qué es la vida / un grito en la penumbra / un beso tuyo. Confundida, sale de mí uno más: Escarcha helada / flor de nieve que tiembla / y tú tan lejos. Intento entender que el hado de los sueños me dice al oído que los poetas son necesarios. ¡Pero si yo no soy poeta! -exclamo- soy apenas un guijarro erosionado por el amor, una ilusión trasnochada por el desdén, el punto más lejano de un universo en extinción.

Reparo en el café, ya frío, derrotado, como el gentilhombre que se extravió en un país que no existía. Sabe que no me lo tomaré, que lo verteré sin piedad en el río de la intrascendencia, lo mismo que se hace con el contenido de un botijo, lo mismo que harán conmigo…algún día.

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