Dicen que la semana pasada algunos vecinos de la madrileña Plaza de Ramales notaron en el suelo vibraciones extrañas y ruidos sordos que, desde lo más profundo de la tierra, parecían unas veces lamentos y otras, vituperios. A punto estuvieron de desplazarse hasta allí los de 'Cuarto Milenio', con sus cámaras y sus aparatos de grabación de psicofonías, pero fue en vano el intento, pues el jueves por la tarde ya todo había vuelto a la normalidad y solo podían oírse, de nuevos, los pitidos de los cláxones y las exclamaciones de los camareros diciendo "marchando". Yo tengo para mí que todo ese alboroto en el subsuelo venía de los restos de Velázquez, que no acababan de creerse que, delante de sus gloriosas Meninas, se hubiera juntado semejante tropel de nuevos reyezuelos, presidentes y primeros ministros probablemente ajenos a la verdadera importancia del sitio que pisaban y del mensaje de los cuadros.

Me divierte pensar que don Diego, de haber hecho la foto en estos días, quizás hubiera encerrado a todos estos, bien apeguñados, dentro de la pantalla de un laptop, dejándolo estar sobre un escritorio arrinconado, y les hubiera puesto por delante -en lugar de damas, ayos, perros y bufones- un plantel de periodistas, aduladores de partido y especialistas en comunicación política. Lo mejor de todo es que hoy día, delante de Las Meninas, ya no hace falta ninguna otra composición extraña y enigmática: el espíritu de Velázquez sigue tan vivo, por los siglos de los siglos, que hasta se reinventa a sí mismo y sigue retorciendo la realidad para explicarla. Viendo la foto, ya sabemos que el verdadero poder no reside en esa gente pequeña y diversa asfixiada por sus corbatas y acuciada por sus propios escándalos y por las miserias de la política, sino que habita en esas pinturas que inundan la sala oval con su maestría, sus mensajes rotundos y su inmortalidad.

Pensé, al principio, que había cierta banalidad indecente e irreverente en llevarse a toda esta gente de la OTAN hasta el Museo del Prado para darles la mejor foto de su vida. Ahora, sin embargo, creo que este alarde del poderío cultural de España nos ha dado a los historiadores un documento impagable para reflexionar sobre el poder, la política y el arte, para que de nuevo las controversias del pasado nos ayuden a comprender y gobernar el presente. Y, de camino, quiero pensar que algunos de estos líderes y lideresas, se habrán impregnado en algo de las denuncias pacifistas de Goya, de la trascendencia de Murillo, de la sobriedad mística de Zurbarán o de la jocosa libertad de El Bosco. Y, al menos, confío en que, mientras posaban tan ordenaditos haciendo los honores a Las Meninas, hayan mirado de reojo los retratos de Felipe IV y hayan dedicado unos segundos a su propio examen de conciencia.

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