Desde la Espadaña

Felipe Ortuno

El milagro de cerrar la boca

Si diéramos en considerar lo que somos, dejaríamos veladas y mudas muchas de las palabras que proferimos sobre prójimos y distantes. Guardaríamos un profundo silencio, que es virtud, o, a lo sumo, hablaríamos a tiempo y con mesura. La lengua menudea incontinencia verbal y se aleja, con frecuencia, de la prudencia deseada, tanto como de la exactitud debida; puesto que suele decir, con excesiva soltura, más de lo que sabe, y errar mucho en lo que está diciendo, ‘que quien mucho habla, mucho yerra’, y es en nuestra sociedad, y partidos que nos rodean, donde abrimos con enorme facilidad la espita lenguaraz que lo enreda todo; y lo mismo da que sean grupos políticos, recreativos como religiosos. En la feria, por ejemplo, que es paradigma de convivencia gozosa, damos rienda suelta al rocín, tanto como a la ‘sin hueso’, que, bajo los efectos etílicos (sirva de eximente) vapuleamos a propios y extraños, entre copita y copita, como si de tal cosa se tratase y no tuviera repercusión alguna.

Y no es así; puesto que hay zorros que, aprovechando el estado de embriaguez y enajenación transitoria, provocados por los espirituosos, se nutren de lo indebido para utilizarlo después, cuando los efectos pasan, como perorata contra la fama y buen nombre de uno, y ya no hay remedio ni marcha atrás que lo componga. No digo que haya de estarse callado todo el tiempo, que sería contra natura y dejaría de nosotros, en los demás, una sensación de misantropía y rareza social inaguantable; es cuestión de saberse estar quieto con la lengua y contenerla en cada tiempo y manera, como se hace -mutatis mutandis - con el toreo.

Yo creo que hay cierta proporcionalidad en el hablar como en el callar, de tal suerte que no es posible que se dé sabiduría en la una sin la otra. Cuentan de San Felipe Neri, santo dotado de sabiduría y humor, que acercándosele un/a penitente confesó haber difamado al prójimo/a. Pidió el sacerdote que para cumplir penitencia despojara de sus plumas a un gallo/gallina y las esparciera por todas las calles de Roma. Y así lo hizo. Volvió el penitente/a, pasado una semana, confesándose de lo mismo. El santo, entonces, púsole de expiación que recogiera las plumas que la semana anterior desparramara por la ciudad. Eso, nada más. Qué importante es cerrar la boca y dejar que los silencios sean significativos. Hay que considerarlo sobremanera cuando estamos en oficios de cara al pueblo y es éste quien te juzga con los aplausos, tantas veces gratificantes y dañinos, sin embargo: ‘Si el sabio calla, malo; si el necio aplaude, peor’.

Quiero decir con ello, como el vetusto adagio de mi padre, ‘que no hay mejor palabra que la que no se dice’. Siendo yo jovenzuelo, recién llegado a la Universidad de Salamanca, así que comenzaron las clases de filosofía, me sentí acoquinado al escuchar los razonamientos y preguntas grandilocuentes que mis nuevos compañeros, neófitos como yo, hacían al profesor. Recuerdo sentirme acomplejado ante el espabilamiento que mis camaradas tenían. Hasta el primer examen, en que los callados sacamos más nota que los que con tanta soltura se manifestaban en público. ‘Es mejor -decía Mark Twain- tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda’. Porque siempre hay quien se empeña en eliminar la incertidumbre de su necedad. Me place por ello el pensamiento positivista con el que el paradójico filósofo Wittgenstein comienza el ‘Tractatus Logico-Philosophicus’: ‘De lo que no se sabe, es mejor callar’.

Claro que, si esto se llevara a cabo, deberían estar mudos un alto porcentaje de políticos, cuando no todos. Así convendría hacerlo buena parte del día, ya que lo dicho por la noche, me susurraba al oído un beodo y nocharniego amigo, no ha de tenerse en cuenta; por la cuenta que a él le tenía. Poco tiempo necesitamos para aprender a hablar y casi toda la vida para cerrar la boca. Ahora tenemos la ocasión de callar, mirar, contemplar, meditar, escuchar, pero, sobre todo, de no proferir tonterías y estupideces, para que lo que queremos que otro silencie, callarlo uno primero. En claro paralelismo a la regla de oro universal que se solventa no haciendo al prójimo nada que no quieras para ti. Comprendo que la vocación del silencio es más monacal que del siglo; pero bien podríamos acopiar, a modo de retruécano y quiasmo, algo de lo que los cartujos profesan, y un poco de parloteo para ellos, pobrecitos, que tienen contadas palabras. En cualquier caso, y ahora que algunos reclaman su lengua autóctona, bien podríamos demandar todos, en estos tiempos de mitineo y ‘charlamento’ electoral, el milagro transcendental de saber cerrar la boca.

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