Suecia, Noruega y ahora Francia: como una ola que se acerca. Varios países europeos se plantean reactivar el servicio militar obligatorio. Esa ola va a romper contra la escollera de los Pirineos, levantando si acaso alguna espuma mediática, aunque ojalá pudiésemos surfearla (razonarla) con sentido del equilibrio.

Recuperar la mili tendría grandes ventajas. La sociedad y, en especial, la juventud tal vez se vincularían con la defensa nacional; se reforzarían tal vez los lazos de afecto entre regiones; se combatiría el egoísmo tardoadolescente y el individualismo salvaje, se pincharían las burbujas de las bolsas de marginación y de radicalización creciente en las grandes ciudades y se reforzaría la autoridad, tan tambaleante, tal vez.

Contra ese petate de nobles intenciones, hay un campo de minas de dificultades técnicas. ¿Cuánto dinero costaría? ¿Qué nuevas infraestructuras y recursos humanos requeriría? ¿Cuánto tiempo de mili? ¿De qué modo? Y, principalmente, ¿a qué coste electoral? Nadie me quita de la cabeza que Aznar remató la mili en 1996 por muchas razones, pero, más que nada, por una que nadie dice. Era un vergonzante residuo de discriminación que sólo los hombres fuésemos llamados a filas, y más cuando las mujeres podían ser oficiales con todo derecho (y justicia). Quizá el precio político de tener que llamar de golpe a la mitad de la población hizo que se cortase por lo sano. Ahora, desde luego, la mili sería paritaria y en listas cremallera; y resultaría sociológicamente apasionante observar si eso planteaba alguna resistencia añadida.

Todos estos inconvenientes podrían superarse, como harán en Francia y Suecia. Hay, sin embargo, uno esencial. ¿El servicio militar obligatorio mejoraría la operatividad de las Fuerzas Armadas? La defensa nacional es una cosa muy seria y delicada como para andar distrayéndola. Y la neo-mili, ¿no supondría echar balones fuera por parte de una sociedad civil superada por sus problemas, como cuando se llama a la UME para que despeje las autopistas bloqueadas por la nieve?

Restaurar la autoridad, el sentimiento de pertenencia a la patria, el afecto entre españoles, el desbloqueo del egoísmo, la lucha contra las bolsas de marginación, etc., son imprescindibles tareas que la sociedad civil y política tendría que saber solucionar por sí misma. Llamar a los militares recae en el inquietante tic de pedir ayuda al primo de zumosol.

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