Una milimetrada hipérbole

Quizá el mejor remedio para tantísima autoestima sean unas dosis bien abundantes de pura homeopatía

Mis hijos, cuando me escuchan decir a mi mujer lo guapa, lo eficiente y lo lista que es, gritan a pleno pulmón, acusándome: "¡Pelota!, ¡pelota!" Cuando les digo a ellos lo guapos y lo listos y lo trabajadores que son, no replican tanto, curiosamente. Alguna vez, cuando me han apabullado, les he preguntado si preferirían un padre que le dijese a su madre por los pasillos de la casa fea, atontada y/o patosa. "No, no", han contestado con un rictus de espanto, casi sin podérselo imaginar. "Además si dijese algo parecido", añado, "sería ciego, malo y carente del más mínimo juicio…" "¡Pelota!, ¡pelota!", gritan más fuerte que nunca.

No han caído aún que todo se debe a una minuciosa estrategia maquiavélica. Primero, contra mundum. Aquí cada vez somos más rudos y ordinarios, así que una manera de rebelarse contra la marcha de las costumbres, es hacer reverencias a diestro y a siniestro. En un poema de juventud de Pedro Sevilla se recoge esa idea sesentayochista de que el sexo era un acto revolucionario, como lo fue: "Hicimos el amor en pie de guerra", dice el perfecto y rítmico endecasílabo. La cortesía hoy es una acto de rebeldía: "Alabarte es alzar un estandarte", podríamos decir, con esa rima interna que remacha.

Pero también tiene su punto pedagógico. Es una cura de tanta educación motivacional, aunque por homeopatía. Exagerando muchísimo en lo de la autoestima se la fomenta igual, pero con la ironía suficiente como para dejar espacio a la autocrítica y, sobre todo, a la reflexión: la autoestima nos la tiene que dar el amor, que es ciego, pero sin perder el sentido de la realidad. Quizá funcione. Al menos mi hija, el otro día, cuando le dije que era la más guapa del mundo, me corrigió. "No, papá, la más guapa del mundo es la Virgen María". "De acuerdo, eres la segunda más guapa del mundo". "No, papá, la segunda más guapa del mundo es mamá". "De acuerdo, eres la tercera más guapa del mundo". "Vale, ya, sí", me dijo, con una sonrisa más de guasa que de convencimiento, mientras se iba a lo suyo.

Soy un firme partidario de la ironía. No para insultar a nadie, qué va, qué horror, sino para poder ensalzarlo a gusto, sin dejar perder por ello el sentido común, que queda por detrás, de implícito telón de fondo. Y lo mejor de todo es que es una ironía que permite la sinceridad más salvaje, que es la del corazón. ¿O acaso mi hija no es la tercera más guapa del universo, eh?

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