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HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Los moriscos

HACER juicios sobre sucesos del pasado histórico como si estuvieran sucediendo en el presente, es un error grave que tienta a muchas personas sin que tengan fortaleza para resistir la tentación. La unidad religiosa era imprescindible en otras épocas para la formación y unidad de los Estados modernos. Hoy no es imprescindible pero sí conveniente. No hay más que ver los conflictos que todavía se arrastran en ciertas zonas del mundo por esta causa. Los moriscos españoles eran falsos cristianos en su mayoría. Curiosamente, la mayor parte de los musulmanes españoles eran descendientes de hispanorromanos cristianos conversos al Islam y, con el tiempo, terminaron en musulmanes convertidos en apariencia al cristianismo para no ser expulsados de España. Nunca perdieron la esperanza de una nueva invasión desde el norte de África, ni, a pesar de Lepanto, del avance de los turcos por el Mediterráneo.

Las autoridades sabían que colaboraban con los piratas berberiscos, saqueadores de las costas españolas y muchos moriscos fueron deportados al interior de la Península. Eran un peligro para la estabilidad de la monarquía, ya bastante estable. La expulsión fue muy meditada y no se hizo a la ligera porque significaba un revés económico: eran buenos y eficientes labradores que proporcionaban rentas a la Corona y a la nobleza y su expulsión dejaba sin labrar muchas tierras fértiles, de regadío muchas de ellas, en lo que eran expertos. Pero el constante acoso de la piratería y el que en algunas poblaciones no hubiera más cristiano que el párroco, con resultas de revueltas y muertes de cristianos a manos de los moriscos, instaron al rey Felipe III, Nuestro Señor, a expulsarlos de sus reinos, con dolor de muchos españoles, sus vecinos, sabedores de que entre los moriscos había cristianos sinceros, aunque fueran los menos.

Fue una medida acertada de política elemental que a principios del siglo XVII (este año se cumple el cuarto centenario) se podía hacer. Cervantes, por medio de Don Quijote y Sancho, se compadece de Ricote, morisco que ha vuelto a España clandestinamente porque su hija es cristiana sincera y no quiere vivir entre moros. Hubo que hacerlo así porque el problema de inseguridad de las costas era grave. Si observamos, las ciudades encastilladas y amuralladas de los litorales andaluz y levantino están construidas varios kilómetros tierra adentro y en alto, para divisar los barcos berberiscos y tener tiempo para preparar la defensa y que los campesinos y pescadores pudieran refugiarse tras las murallas y en los castillos. Para hacer una cuestión sentimental de los lejanos moriscos o de sus descendientes 16 generaciones después, lo mejor es leerse el capítulo LIV de la segunda parte del Quijote para hacernos una idea de lo que los españoles pensaban de la expulsión.

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