HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

La muchedumbre

EL Domingo de Ramos se llenan las calles de gente desconocida. Vienen del extrarradio de una ciudad que ha crecido demasiado deprisa y ha sobrepasado la medida humana de las poblaciones cómodas y habitables, donde todo el mundo que se tiene que conocer se conoce. Los ríos humanos encauzados por los parapetos de los palcos y tribunas hacen punto menos que imposible dar un paseo. Las jóvenes madres no renuncian, a pesar de ello, a sacar a sus recién nacido en cochecitos sofisticados y enormes, sin reparar en el riesgo de quedarse encajonadas en un estrechamiento. De los pueblos de los alrededores vienen también grupos amplios atraídos por la muchedumbre y para incrementarla. Gente joven vocifera con el nerviosismo de la divertida fiesta que les espera. Los de mayor edad renquean a duras penas para abrirse paso en una ciudad invadida por una multitud, por lo general con caras serias y de desconcierto.

No nos falta ánimo para salir a la calle, pero la edad impone unos deseos de comodidad que estos días de multitudes se nos niega. Nuestras costumbres quedan en suspenso durante una semana y hemos renunciado de antemano a los lugares que frecuentamos y donde nos encontramos con los amigos. "Si quieres verme, me llamas y quedamos por la mañana." Porque el problema, si es que lo es para la mayoría, son las tardes. Una vez que están en la calle los cortejos procesionales la ciudad queda dividida en varios sectores por muros de tablas sin accesos de unos a otros, como en las plazas medievales tomadas por asalto y defendidas casa por casa. Para ir a cien metros tenemos que dar un rodeo, con suerte, de dos kilómetros. No es que me queje: sé que estas manifestaciones populares de origen religioso nos salvarán del multiculturalismo y del laicismo a la fuerza, amén de la morisma.

Las muchedumbres dan un poco de miedo. Todo transcurre en paz y paciencia. La gente se saluda y se intercambian sonrisas apretándose unos contra otros para lograr avanzar unos pocos metros en una estrechez taponada, pero así se acepta por convencionalismo si hemos decidido meternos en una bulla. Los carritos de niñera entorpecen cada año más, las abuelas se quejan del estropeo de sus peinados de peluquería y del dolor de pies y las calles se llenan de caras de pobres. ¿De dónde salen tantos pobres endomingados? Pobres genéticos, cuyo emperifollamiento no ha logrado disimular sus orígenes, antes bien los ha acentuado. Pienso en el campo en estos días, pero no puedo elegir. Los hermosos campos cercanos a la ciudad están deshabitados. Ni perros hay. Escribir en estas fechas se hace algo penoso: al mediodía debe estar la escritura terminada, antes de que le abran las puertas de la ciudad a una multitud de desconocidos que bebe, come y grita.

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