EL Gobierno andaluz aprobó en su reunión de ayer el proyecto de Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de las Personas en el Proceso de la Muerte, larguísimo y barroco título que se resume mejor en la fórmula con que se la conoce en los medios sanitarios y políticos: la Ley de Muerte Digna.

Va a ser, cuando se debata y apruebe en el Parlamento regional, la primera norma de este rango que se aplique en España y una de las primeras en Europa. La condición de pionera de una ley, subrayada por la consejera de Salud, María Jesús Montero, es negativa cuando obedece a la novelería y el papanatismo, y positiva cuando viene a dar respuesta a un problema social que nadie se había arriesgado a afrontar hasta ahora.

En este caso, es positiva. La Ley de Muerte Digna trata de asegurar la capacidad de decisión del paciente en el tramo final de su enfermedad, garantizándole la potestad de paralizar o rechazar cualquier tratamiento que considere inútil y doloroso y evitando lo que eufemísticamente se conoce como "encarnizamiento terapéutico", que permite el alargamiento artificial de la vida. También le reconoce el derecho a recibir información clínica comprensible sobre su diagnóstico y pronóstico y a beneficiarse, en su caso, de la sedación paliativa. No se me ocurre ninguna instancia más adecuada para cortar o prolongar una agonía que la voluntad del propio agonizante, expresada en el momento en pleno disfrute de sus facultades mentales o adelantada a través del testamento vital. Todas las demás voluntades, sean familiares, médicas o institucionales, han de ser subsidiarias ante algo tan íntimo como el sufrimiento y la muerte de una persona.

El repelús preventivo que aplicamos instintivamente a estos asuntos ha de dar paso a la racionalidad y -hay que insistir en ello- a la inalienable facultad de uno para acceder a su propia desaparición de este mundo cuando la enfermedad le ha hecho perder toda esperanza de permanecer en él. La norma andaluza es, por otra parte, moderada y prudente, sin adentrarse en la regulación de la eutanasia activa y el suicidio asistido, que siguen siendo delitos en España según el Código Penal. Por eso no resulta previsible que los grupos parlamentarios de la oposición le pongan demasiadas pegas a este proyecto durante su tramitación.

Supongo yo que habrá muchas personas que sí se opondrán a la ley porque su conciencia o sus convicciones religiosas les impiden decidir algo que creen en manos únicamente de un ser superior. Piensan que sería un pecado grave. Lo tienen realmente fácil: basta con que no hagan uso ellos de los derechos que les concederá la ley. Lo que no pueden es imponer a otros que no los ejerzan.

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