En tránsito
Eduardo Jordá
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Fue Philippe Ariès el primero, hace ya bastantes años, que se percató de las grandes diferencias en la percepción de la muerte, la propia y la ajena, que ha habido a lo largo de los tiempos. Ariès, que curiosamente no era historiador de profesión sino ingeniero, se sintió impresionado por cómo se habían vivido en su entorno los fallecimientos de su padre y de su madre, separados por un largo periodo. Sus investigaciones y las muchas que siguieron su estela permitieron constatar que el modo en que una sociedad vive el fenómeno de la muerte nos informa de sus valores y representaciones. En definitiva, la muerte nos retrata como sociedad y, a menudo también, como personas.
Ariès denunció el entonces sorprendente ocultamiento de la muerte en nuestra sociedad, y relacionó esa actitud, y el extraño pudor que nos embarga ante ella, con el terror que produce lo que para esta cultura sin tensión sobrenatural resulta un sinsentido inexplicable. El murió a edad relativamente temprana, en 1984, y no pudo conocer las pandemias que en las últimas décadas nos han amenazado, sin llegar a golpear, hasta la terrible mortandad que nos sacude. Seguramente le habría impresionado el contraste entre el paralizador miedo al contagio, que nos lleva a aceptar mansamente la privación de derechos elementales, y la indiferencia ante la muerte ajena, convertida en mera estadística, en termómetro casi equiparable a los índices bursátiles, contrapuesta alegremente a las altas médicas en una especie de balance macabro de pérdidas y ganancias. Se repite estos días con razón que la misma sociedad conmovida hace unos años por el obligado sacrificio del perro Excalibur, acepta sin señales visibles de duelo la desaparición oficial hasta hoy de casi quince mil personas en apenas un mes, a las que pronto habrá que sumar las traspapeladas, tal vez ocultadas, en los cómputos gubernamentales. A esta indiferencia contribuye sin duda la conjura mediática para tapar a todo trance el desgarro y desolación de muchos miles de familias que no pueden llorar ni enterrar dignamente a sus muertos, pero también las autoridades, que incluso se resisten a decretar días de duelo en sus demarcaciones o en la nación. Se jalean las mayores bobadas para intentar hacer del momento un espectáculo bufo, pero se niega, como antaño a las víctimas del terrorismo, un solo minuto de reconocimiento y silencio colectivo que nos recuerde a los definitivos perdedores de los errores cruzados de tantos. El progreso, ya lo saben ustedes, no se detiene.
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