Tribuna libre

Carmen De Soto Díez

Una mujer de bandera

AConsuelo Picardo García Pelayo. Cuando en muchos ámbitos se valora lo ficticio y efímero, lo aparente y lo que es pasajero, supiste iluminar con la verdadera luz y hacer llegar a cuantos te trataron el fuerte resplandor de tu sincera amabilidad, sin ostentación; tu preocupación real por cada persona, empezando por los más próximos; siempre con una sonrisa de verdadero cariño y sin pedir nada a cambio. Provenías de una familia jerezana de diez hermanos.

Sabías ocuparte de los tuyos con desvelo, conociendo a fondo lo que cada cual necesitaba, no te importó que te costara lágrimas, para darle a cada cual lo mejor en los cuidados que necesitara. Tu casa siempre tenía las puertas abiertas y la verdadera amistad fluía en cuantos se acercaban a ella. La cordialidad y la verdadera hospitalidad hacían que continuamente tuvieras a tu alrededor no sólo a tu familia más próxima, también a numerosos amigos, a quienes animabas o divertías con tu sentido del humor y sorprendías con tu pura inocencia ausente de maldad. Marido, hijos, nietos, primos y amigos deseaban estar contigo y disfrutar así de lo auténtico y genuino de tu sonrisa.

Sabías esforzarte y estudiar nuevos modos para sorprender a los tuyos. ¡Cuántos secretos y trucos supiste descubrir para que el pavo de Navidad tuviera un nuevo obsequio al paladar o en su presentación! No guardabas para ti esos detalles que sabías descubrir, inmediatamente los compartías con quienes pudieran apreciarlos.

Supiste vivir y acrecentar tu fe a lo largo de la vida. Cuando una dura enfermedad azotó tu cuerpo, la afrontaste con valentía, te sometiste a cuantos tratamientos o intervenciones fueron necesarios y recibiste los sacramentos. La debilidad no te impedía disfrutar de los tuyos, ni de estar pendiente de las proezas de cada uno, para hacer la vida más amable a quienes te rodeaban. En tu última estancia en la UCI animaste a tu hijo Carlos a que hiciera sus maravillosos steak tartare para que tu cuñado Jaime, que había venido a verte, pudiera degustarlo, así se le harían más llevaderos los días enteros que pasaba en la clínica. Aún estando ya en coma, tenías la pregunta oportuna o comentario que daba en el clavo, y que de nuevo dejaba sorprendidos a cuantos te acompañaban. Valorabas las visitas que te hacían tus nietos y echaste de menos que Alvarito, el más pequeño, no pudiera ir a verte en tus últimos días. En lugar de estar pendiente de ti, siempre pensabas en los demás, te interesabas por todos. Sacaste fortaleza para ir al bautizo de Luz, tu última nieta; para que se celebrara la boda de Elena, y por ti no se suspendiera; para cederle a Gonzaga "tus dos mejores enfermeras".

Cuando te hablaron de la ayuda que la Santísima Virgen -a quien tú tanto querías- en esos momentos te daba, sin vacilar y en medio del coma hepático, dijiste: "Me voy para arriba". Sin miedo alguno, supiste apuntar al cielo que te esperaba. Tenías el escapulario de la Virgen del Carmen. Quienes te acompañábamos supimos recordar la promesa que la Virgen hizo a san Simón Stock: "El que muera con este escapulario no se condenará", y también al Papa Juan XXII: "Libraré del purgatorio a mis cofrades el sábado después de su muerte". Acompañada continuamente por los tuyos, en el silencio de una profunda oración, te fuiste para arriba, como poco antes habías dicho. Velándote, mientras rezábamos el rosario, miramos el reloj y vimos que ya era sábado. ¡Queridísima Consuelo, ya te llevaste a Gonzaga, vela tú ahora por quienes aquí nos quedamos!

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