LA banca que la izquierda quería nacionalizar en algunos países para ponerla al servicio de los ciudadanos está siendo nacionalizada en todas partes por la vía de los hechos, sin proclamas revolucionarias y sin que los ciudadanos pinchen ni corten.

Se nacionaliza de todos los modos imaginables. Se empezó con la inyección de liquidez a las entidades financieras en apuros, se continuó con el aval público a los préstamos entre bancos y ya estamos en la fase en que los Estados compran directamente acciones bancarias. Los dos primeros son mecanismos de nacionalización encubierta, el tercero constituye una nacionalización digamos clásica: los Estados entran en el capital de los bancos. Ya se ha decidido en Gran Bretaña y Alemania. En España se dice que no es necesario. Por ahora.

La diferencia con la caída del muro de Berlín y el derrumbe de los países del llamado socialismo real es que entonces se liquidó un sistema económico y político y ahora todo lo que se está haciendo es para salvar a otro, incluso de sí mismo, de sus desarreglos y disfunciones. La alternativa al capitalismo es el capitalismo. Los gobiernos no se movilizan para arrancar de manos privadas los más poderosos instrumentos de planificación y control de la economía, sino para sanearlos, adecentarlos y quitarles las manchas que ellos mismos se han echado incentivando la codicia de las gentes para alimentar su propia codicia intrínseca. Con hipotecas a quienes no podían pagarlas, activos tóxicos, maniobras especulativas y espirales de consumo ilimitado.

Todos los analistas coinciden en una cosa: con la economía globalizada, el coste de no hacer nada sería mucho peor para todos que el coste social y financiero que supone esta operación de salvamento del sistema. Vale, aceptemos pulpo como animal de compañía, y aceptemos que el Estado saque de la UVI las acciones de los inversores, los dineros de los ahorradores, las hipotecas de los hipotecados y los créditos de los que los pidieron para construir viviendas sin compradores.

No nos han pedido opinión en ningún caso, pero hágase, siquiera sea para detener la hecatombe a la que se encaminan el consumo privado y el empleo. El problema es que desconfiamos de quienes nos han llevado a esta situación y de quienes administran la crisis en nombre del interés general. Los hemos elegido, sí, pero en ninguno reconocemos el liderazgo justo y carismático que nos haga tomar el purgante en la seguridad de que será por nuestro bien. Carecen de credibilidad.

Es un problema de confianza, un intangible que no cotiza en el mercado, pero sin el cual el mercado no funciona. Se está viendo.

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