Pepe tiene un barco con un motor fueraborda. Es un barquito de esos de recreo donde a veces me subo para ir a pescar. Me siento en la popa, con el cebo en un lado y una cerveza o un tinto en el otro y la mirada perdida, a veces en el puntero de la caña, a veces en otros barcos, puntos distantes que hacen equilibrios en un horizonte azul y verde, tan alejados del ruido del mundo como yo, abstraídos sus tripulantes tal vez en otro puntero, o en un aparejo de mano que sube con alguna urta mientras el mar acaricia la embarcación con olas que no son sino pequeños caballones de un viento impreciso. Tal vez un mar casi en calma que barrunta un vendaval que se acerca, un temporal de levante que dormita bajo las aguas que cosquillean la quilla de los barcos.
En días como esos, cuando el pescado no quiere comer y el tiempo pasa muy despacio, me acuerdo de las palabras de Pepe: "A veces temo encontrarme a uno de esos negros que quieren llegar hasta España. Pienso que algún día daré con uno de ellos flotando en el mar, muerto". Y yo, desde entonces, también lo pienso. Se oscurece mi pensamiento igual que si una nube tapara un momento el sol. Pienso en mí, sentado en la popa tranquilamente mientras, tal vez, a solo un puñado de millas marinas, un negro, tal vez decenas de ellos, aguarden tiritando de miedo a que el sol caiga para buscar la tierra prometida, justo al otro lado de una lengua salada y oscura, la lengua de una bestia que espera para dar un certero abrazo que reviente los pulmones de quien atrape.
Yo también. Yo también temo ver aparecer a alguno despintado por el mar y por la muerte, entregado al bamboleo del oleaje, hinchado, inerte, con los ojos vacíos, cegados para siempre, pero con la vista puesta en la oscuridad del océano donde se hundieron sus sueños, cerca de la costa, mientras yo sigo sentado viendo el puntero de mi caña y un trago de cerveza me refresca la garganta.
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