A CEPA REVUELTA

Jesús Rodríguez

Mi nuevo libro, maravilla de los sociólogos

COMO es sabido, hasta el siglo XIX la expectativa media de vida del hombre rondaba los treinta años, a pesar de que Dante, al cumplir los treinta y cinco, hiciera cuentas galanas para escribir que estaba nel mezzo del cammin di nostra vita. Hubiera acertado de haberlo dicho a los veintiocho.

Si a esta fugacidad añadimos lo difícil que entonces resultaba a la especie humana perpetuarse (búsqueda de una pareja; cortejarla, casi siempre, durante largo tiempo; la lenta espera hasta el alumbramiento de un hijo, su lactancia prolongada…), se explica que la mayor parte del tiempo del hombre estuviera dedicado a asegurar su descendencia; el resto lo distribuía entre la curación de sus enfermedades (que una rudimentaria terapéutica alargaba mucho) y el duro trabajo. La consecuencia es que nuestros remotos antepasados carecían de tiempo libre para lograr la Felicidad, que la religión prometía para otra vida posterior a esta.

Sin embargo, la felicidad es para el hombre mucho más que una esperanza. Constituye un instinto tan básico como el de supervivencia o el de reproducción; hasta el punto, de que somatizamos la infelicidad en ansiedad o depresión. Según dicen los que saben, la explicación radica en que la felicidad no es una mera idea o una representación mental, sino un estado emocional activado por el sistema límbico de nuestro cerebro más primitivo: el reptiliano.

Sobre esta parte del cerebro, sin embargo, la voluntad no tiene mando, por lo que la felicidad se convierte en algo que se nos escapa: no es suficiente con "querer" la felicidad para alcanzarla. Por esta razón, nuestro cerebro "más humano" (el neocórtex) se las ingenió casi desde su formación para sembrar en nuestra conciencia la especie de que existen lugares en este mundo en los que la felicidad es una constante, como lo son en el que vivimos la luz, el aire o el agua.

Así es. No se conoce cultura que no haya forjado leyendas sobre tierras imaginarias en las que la Felicidad es cosa de gasto corriente. Ya Platón había dado noticias de la Atlántida, un continente en el que sus habitantes vivían sumidos en un estado de constante ventura. Heródoto - que ponía tanta imaginación en sus relatos - declaró incluso haber navegado por sus mares.

No son los únicos que dieron fe de tierras felices. Plinio, en su "Historia Natural" informó de unas islas llamadas en latín "Insulae Fortunatae". También Plutarco atestiguó su existencia, poniendo en boca de Sertorio que en la desembocadura del Betis había encontrado a unos marineros procedentes de aquellas tierras, que aseguraban que en ellas los árboles producían frutos suaves y sabrosos de los que se alimentaban sus habitantes, gente de vida holgada y dispensados de trabajos y de penas.

En España, la más famosa de todas estas tierras felices imaginarias es Jauja. Da cuenta de ella Lope de Vega en "El Deleitoso", uno de cuyos personajes, el ladrón Honziguera, advierte de que en ella "se azota a los hombres por trabajar". Según su descripción, la cruzaban dos ríos, uno de miel y otro de leche, y entre ambos se alzaba "una fuente de mantequilla encadenada de requesones". Las calles estaban empedradas con yemas de huevo, y todo era una prodigalidad de vinos generosos y suculentos manjares de los que podían disfrutar sus habitantes con el solo esfuerzo de alargar la mano.

Pero de todas las tierras felices que se cuentan, yo desearía vivir en la de Pipiripao, de la que da razón el pícaro Estebanillo González, contando que iguala en riqueza nada menos que al Dauphiné francés, que en el siglo XVII se consideraba un emporio de toda riqueza.

Sin embargo, mi preferencia por Pipiripao viene, no tanto de la aseveración de Suárez de Figueroa de que allí "los ríos son de miel y los árboles producen tostadas", como de los versos de la comedia "El rey Enrique El Enfermo", en los que su nombre se hace sinónimo de holganza y de convite espléndido:

¿Pipiripaos? No me suena : no es castellana essa voz. Mucho adulteran la lengua . ¿Qué es Pipiripaos? Assi lo llaman quando por rueda se van haciendo convites.

No es sólo porque pocas cosas me gusten más que una buena comida con amigos, sino por mi gusto por permanecer tumbado mirando a las musarañas, que en Pipiripao es la única ocupación.

Tengo, además, comprobado que sólo en estos momentos de flojera perfecta me viene la inspiración genial. Las obras que he publicado sobre Relaciones Internacionales en revistas jurídicas han merecido la felicitación de mis colegas, por su buena construcción literaria y su ortodoxia jurídica; pero sólo tras una deliciosa comida, bien regada con vino y amistad, se me han ocurrido esas ideas que siento como niñas de mis ojos.

La última fue la semana pasada. Un grupo de amigos celebramos una comida en la una venta, pródiga en berza, ajo caliente y menudo. Nada más llegar a casa, me fui directo a mi cuarto. Abrí el ropero para colgar la chaqueta y los pantalones, porque no me gusta dejar en el sofá la ropa que me quito, y después me tumbé. Me estaba amodorrando, pensando en lo mal organizado que tengo el mueble, cuando sentí en el oído el susurro de las Musas. Di un salto y me puse a escribir sobre el tema genial que me soplaron. Lo he titulado "El Inconsciente Colectivo, de Jung, y las razones por las que la mayoría de la gente organiza los cajones del armario colocando la ropa interior en el cajón de arriba del de los calcetines".

Sé que el título es demasiado largo, pero estoy convencido de que será la obra que me colocará en el Olimpo de los sociólogos. Por más que he buscado, no encuentro ni una sola referencia bibliográfica de tratados o artículos científicos que traten del tema. Lo dicho: no es el trabajo, como sostienen tantos pensadores esclarecidos, quien concita a las Musas, sino el ocio.

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