la tribuna

Manuel Jaén Vallejo

Hacia un nuevo proceso penal

EL Bicentenario de la Constitución de Cádiz de 1812, con la que se iniciaron los movimientos de reforma del viejo enjuiciamiento criminal, rescata de la memoria numerosas cuestiones del proceso penal, curiosamente sometido también ahora, por el propio devenir del tiempo, a nuevas transformaciones. Es trascendental la cuestión de cómo deba configurarse el nuevo proceso penal, necesitado de una mayor agilidad y eficacia; sólo cuando las decisiones en el marco del proceso se logren en un tiempo razonable y con el menor coste posible, se podrá afirmar la calidad que la justicia y la sociedad demandan.

Quién deba ser el titular de la investigación, si el Juez, como hasta ahora, o el Fiscal, y cómo debe configurarse la instrucción misma. El principio de oportunidad, que puede permitir aliviar la excesiva carga de la justicia, dejando fuera de la instrucción numerosos casos que pueden resolverse perfectamente con arreglo a dicho principio. El replanteamiento de la acusación popular, que debería desaparecer, manteniéndose sólo la ejercitada por los perjudicados. La regulación de la figura del juez de garantías, encargado de autorizar la intervención de comunicaciones, entradas y registros, y de adoptar las medidas cautelares procedentes. También debería ser objeto de una profunda reflexión el jurado y la posible reducción de su ámbito competencial.

La puesta en marcha de los tribunales de instancia, que puede permitir, en su caso, crear nuevas plazas judiciales con un menor coste presupuestario. El sistema de recursos, con la generalización de la apelación contra sentencias en todo tipo de procesos, potenciándose las salas de lo penal de los tribunales superiores de justicia, a fin de que puedan asumir, por fin, la segunda instancia penal respecto de las resoluciones dictadas por las audiencias provinciales, debiéndose decidir sobre el modelo de apelación a seguir (limitado, como hasta ahora, o con repetición del juicio). Y la reforma de la casación, de manera que permita al Tribunal Supremo cumplir su función constitucional, como último intérprete, de determinar el contenido de la ley, y mantener la unidad del orden jurídico a través de su jurisprudencia, que ha de ser, a mi juicio, vinculante. Todas estas cuestiones, entre otras, formarán parte del debate y nos llevarán a un nuevo proceso penal, cuya reforma debe ser una tarea de todos.

La transformación del proceso penal en los últimos siglos ha sido extraordinaria. Antiguamente, en la vieja justicia penal, el enjuiciamiento criminal se caracterizaba por su carácter secreto -sólo la ejecución era pública-, por la utilización del reo como fuente de prueba, de ahí los mecanismos procesales, entre ellos la tortura, la prisión y el juramento de decir la verdad, dirigidos a conseguir la confesión del reo. Naturalmente, en este contexto histórico se desconocían los derechos del imputado.

El cuento infantil, de Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas es revelador de la vieja época del proceso penal, cuando en uno de sus pasajes dice: "¡no, no!, atajó la Reina. ¡La condena primero!, ¡ya habrá tiempo para el juicio después!". En realidad, en tiempos de la monarquía absoluta lo único que importaba era el descubrimiento de los hechos delictivos y de la participación del imputado en ellos, aunque para tal fin fuera necesario utilizar el tormento, en cuyo empleo la Inquisición española contaba con eficaces instrumentos, hoy piezas de museo.

Este proceso penal, inquisitivo, estuvo vigente durante una larga etapa histórica, prácticamente hasta casi la aprobación de la Constitución doceañista. Dicho proceso fue objeto de una intensa crítica en la obra de Beccaria Dei delitti e delle pene (1764), en la que el autor propuso una profunda reforma del derecho procesal, luego recogida en buena medida en la Declaration de Droits de l'homme producto de la Revolución francesa de 1789, surgiendo así el proceso penal liberal, que es el origen de lo que hoy conocemos por "debido proceso", un buen modelo procesal. En España, a partir de la Constitución de 1812 el proceso se fue humanizando, prohibiéndose el tormento, el juramento, las preguntas capciosas o sugestivas y cualquier coacción sobre el imputado, hasta llegar a la vigente ley de enjuiciamiento criminal (1882), que supuso un extraordinario avance y, finalmente, a la Constitución de 1978, que marcó un auténtico hito en la evolución del proceso penal en España, reconociendo el derecho del imputado a no declarar y a la presunción de inocencia, en el marco de un proceso con todas las garantías.

Ahora, con una consolidada jurisprudencia constitucional de más de 30 años y una larga experiencia de los operadores jurídicos sobre las necesidades de la justicia penal, es el momento histórico de afrontar la transformación del proceso penal, con la elaboración de una nueva ley de enjuiciamiento criminal, que cuente con el mayor respaldo posible, porque el proceso penal implica ni más ni menos que la realización del derecho penal y es, en palabras del penalista alemán W. Hassemer, "como un indicador de la cultura jurídica y política de un pueblo".

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