Tribuna Cofrade

Susana Esther Merino Llamas

Ante las puertas del Cielo

DURANTE   estas benditas jornadas cuaresmales, donde humanizamos lo divino, o bien lo divino lo revestimos de un carácter más terrenal, casi sin darnos cuenta, ya que en la mayoría de las ocasiones repetimos las mismas pautas que en años anteriores, lo que hacemos no es otra cosa sino que provocar que se abran ante nosotros las mismas puertas del Cielo.

Entiendo que quizá esta humilde afirmación pueda resultar un tanto osada, pero lo que no debemos dejar de lado es la idea de pensar que durante la antesala de lo que será la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor nos envolvemos de elementos y signos con los que hacemos presente a Dios en cada momento.

Con las celebraciones de los Triduos, Quinarios, Septenarios y Funciones Principales de Instituto, las hermandades se reúnen en torno a la Palabra del predicador que nos hace reflexionar sobre el verdadero sentido del mensaje de Cristo que debe quedar impreso a fuego en el centro de nuestros corazones. Los altares de cultos, resultado del cariño, de la exquisitez y de una entrega sin límites, con nuestros Amantísimos Titulares presentes entre la delicia del aroma de los inciensos y el crepitar de la cera alumbrando sus sagrados perfiles, nos dan ese pellizco en el alma que nos lleva a sentirnos por unos instantes en esa Gloria que tanto deseamos alcanzar y tanto esfuerzo nos cuesta conseguir en nuestro día a día.

La cúpula celeste  derrama su luminaria sobre cada vieja espadaña y sobre las vidrieras de nuestros templos, mientras los adoquines del Jerez más añejo se trocan en esa alfombra que todos pisamos con la ilusión y la emoción que embargan nuestros sentimientos en las idas y venidas por cada calle y cada recoveco en las visitas a los diferentes besamanos y besapiés. El mismo Dios hecho Hombre nos ofrece el mástil del madero sobre el que están cosidas nuestras culpas, para que nos agarremos a él, a la vez que dejamos en cada beso que se posa sobre la sagrada madera chorreante de esa sangre que es Cáliz de vida eterna, una súplica y un silente Padrenuestro. La que es Madre de Dios y Madre Nuestra nos aguarda regalándonos el cobijo de su manto protector y ese abrazo infinito para acogernos como hijos suyos que somos. Las Avemarías y las Salves encendidas que se prenden en cada blonda que enmarca su rostro de terciopelo, son las cuentas de ese rosario eterno de devoción del pueblo que siente y vive las cosas de Dios. Los últimos ensayos de las diferentes cuadrillas de costaleros, que desembocarán en revirás de ensueño por cada esquina y por cada plaza, nos anuncian que el calendario se deshoja a una velocidad de vértigo para dar paso a la primera Cruz de Guía. Sobre los mostradores de las tintorerías se despachan túnicas, capas y antifaces que llegarán a las puertas de los armarios de los diferentes hogares para quedar tan solo a falta de coserles los escudos de las distintas corporaciones nazarenas. Las vitrinas de las casas de hermandades quedan desprovistas de las platas y los terciopelos que despabilan tras una larga espera, para lucir en esos cortejos procesionales donde el Evangelio sale a la calle revestido del fervor más popular. Las partituras desempolvan sus pentagramas donde se engarzan esas notas que sonarán tras nuestros misterios y nuestros palios que nos harán retrotraernos, en muchas ocasiones, a esas Semanas Santas de zapatos de charol y olores a garrapiñadas.

Y porque así son las cosas de Dios, Él mismo atiende a esa peculiar invocación que le hacemos con cada signo, con cada gesto y con cada detalle en cada bendita Cuaresma, para abrirnos, en el preludio de cada Semana Santa, las mismas puertas del Cielo.

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