Tribuna cofrade

Jaime Betanzos Sánchez

Jerez, del estigma a la virtud

LA ciudad abigarrada, tantas veces incapaz de reconocerse de ordinario, presenta señales inequívocas de su cambio de estado. Si quisiera, contaría cada mañana con un nuevo amante para, juntos, contornear su silueta en el horizonte de su amanecida.

Podría gustarse. Y sería envidiada. Pero no es chovinista ni pretenciosa. Es la Bella en manos de la ignorancia y de la desidia. Locuaz e intransigente en sus señales, hace tres semanas hizo florecer los naranjos en la zona noble de su centro histórico.

Como quien reivindica su momento, liberó la fragancia del azahar a sabiendas de que el estímulo nos induciría una respuesta inconsciente bien conocida por todos.

Su humildad la hace libre. De la historia aprendió a no censurar antifaces y matasuegras, antes bien lo integra todo en sí misma y deja que el pueblo se exprese.

En este impasse indefinido entre la fiesta de la carne y el recogimiento de la Cuaresma, neutraliza los iracundos extremos y espera. Ella conoce la Esperanza, pues en ella se aloja cuando todo parece desmoronarse en un pueblo que percibe su valía, pero solo vive. Vive del sol del mediodía y de la tradición que le legaron. Y en el tiempo que le queda entre fiesta y fiesta, trata de sobrevivir a un orden que sigue mirando al sur con desdén.

Tal día como hoy, ese desprecio –ese olvido– es una medalla en el pecho de cada jerezano. El carácter andaluz radica en ser plenamente consciente de cuánto vale el patrimonio inmaterial de esta tierra y en vivir acorde a ese conocimiento.

En estos pagos, celebrar la vida es un verbo siempre en imperativo y, por ello, tiene sentido el calendario festivo que cada año nos convoca. Nada es triste. Ni siquiera la ceniza inerte, inestable y agorera del pasado miércoles.

Signar la frente con las palmas del pasado es también reafirmar nuestra naturaleza finita, débil y mortal.

Y ese comienzo es, como la inminente estampa de Las Angustias enmarcada en la puerta del Humilladero, la presentación de un final que no acaba. Febrero ha apostado a muerte, pero nosotros conocemos la Gloria del final. Jugamos con ventaja. Y esa virtud es indiscutiblemente sureña.

Tenemos razones, creyentes y no creyentes, para explorar los caminos de la Cuaresma en una región privilegiada. A Dios por el arte. A Dios por su humanidad. A Dios por las calles. A Dios por María.

No es una cuestión litúrgica ni religiosa en exclusiva. Se trata de un fenómeno sociológico que vincula un olor –el azahar– y una panorámica –la Alameda Vieja– con un desfile religioso que convoca a curiosos y a propios para no dejar indiferente a ninguno de ellos.

Y en estos cuarenta días se acortan las distancias hasta llegar a tocar las manos que, dicen, llevan amarradas todas las desgracias de esta ciudad.

¡Feliz Cuaresma andaluza! 

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