Tribuna cofrade

Salvador Gutiérrez Galván

La Buena muerte

El Evangelio contiene tantas paradojas como la vida misma. Veinticuatro horas antes del pasado día de San José, patrono de la buena muerte, un grupo de políticos  aplaudía en el congreso la aprobación de la ley de eutanasia, que entrará en vigor en tres meses. Como es sabido a San José se le otorga este patronazgo al haber fallecido en brazos de Jesús y María. Ahora se defiende con vehemencia la necesidad de una muerte digna. Bien cierto es que, puestos a elegir, todos deseamos un final plácido, a ser posible que nos coja dormidos y, si no es mucho pedir, sin sufrimiento. Sin embargo, la muerte de Jesús no fue así. No culpo a los que aplaudieron desde su bancada; reconozco que me cuesta demasiado defender la vida, de no ser porque creo en otra mejor. Y la vida, queramos o no, tiene baches, dificultades y sufrimientos. ¿Para qué el sufrimiento?, dirán algunos. Sin pretender ser  insolente, convendrán conmigo en que hay que poner cierta perspectiva en todo lo que  acontece en este caminar, incluyendo la muerte. Rezamos, a veces con la boca pequeña y de corrido, un  “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” mientras planificamos lo que consideramos una buena muerte. La carta a los hebreos nos dice que Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y aunque era Hijo de Dios aprendió por medio de sus propios sufrimientos lo que significaba obedecer.( Hebreos 5,7-9) . Llego a la conclusión de que sólo encuentro sentido al sufrimiento si aporto a mi vida un aire de espiritualidad o trascendencia, más si cabe si miro a la Cruz de Cristo y, como dice un buen sacerdote, trato de meditar para vivir. Porque, de lo contrario, me sumaría a la bancada del congreso; ¿sufrimiento por qué? En ese sentido me resuenan las palabras pronunciadas por Jesús mientras curaba al ciego de nacimiento. Cuando los discípulos le preguntaron: 'Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?'. Jesús respondió: 'Ni él pecó, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios (Jn 9, 1)3).

He visto con mis propios ojos cómo el sufrimiento cercano más absoluto, esto es la muerte repentina o dolorosa de un ser querido, ha cambiado  por completo la concepción del doliente. Asegura Eugenio Molera, profesor de Filosofía en Cataluña, que el sufrimiento se libera de la sombra del absurdo, del sin sentido que parece recubrirlo, y adquiere una dimensión profunda, revela su significado y valor creativo precisamente porque produce frutos copiosos. Y a todo esto nos podemos seguir preguntando, ¿por qué tanto dolor?; asunto que, desde mi punto de vista, conviene aceptar antes que cuestionar. Para el filósofo y novelista Alberto Camus (1913-1960) “hay un tipo de ateísmo, profesado por aquellos, que no aceptan a un Dios que permite tanto dolor en el mundo, de tantos inocentes. Georg Büchner (1813-1837) llegó a afirmar que el sufrimiento de los inocentes era la principal roca del ateísmo. Por tanto ellos, los sufrientes, pueden colaborar en nuestra salvación. Santa Teresa de Calculta aseguraba que los pobres son un don de Dios porque gracias a ellos nosotros podemos practicar las obras de misericordia, el amor y la caridad.

En consecuencia, el dolor, el sufrimiento… ¿Qué papel juegan en mi vida? ¿Quién soy yo para exigir una buena muerte? La santa de Calculta sentenciaba: “No es la imposibilidad de explicar el dolor lo que hace perder la fe, sino la perdida de fe lo que hace inexplicable el dolor”.

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