Tribuna cofrade

Susana Esther Merino Llamas

En el consuelo de sus manos

La semana pasada estas líneas me llevaron a detenerme en la catequesis que nos ofrece el contemplar el llanto de nuestras dolorosas. Esas lágrimas de terciopelo que surcan las mejillas de la Madre de Dios y que brotan, además del desgarro más profundo, de la resignación y a su vez del hecho de no entender tanto escarnio proferido sin límites hacia quien acunara en su seno desde el mismo instante en que pronunciara el “Sí” como respuesta al arcángel. El mismo llanto, como comentaba días pasados, que encontramos a cada instante y en cada rincón de nuestra cotidianidad en todas esas madres que también sienten su corazón traspasado por la daga del lamento ante el pesar de los hijos.

Pero volviendo ahora la mirada precisamente hacia Él, hacia el mismo Hijo de Dios, vemos cómo cada escena que encontramos representada en cada pasaje de su Pasión, Muerte y Resurrección nos invita, al igual que hace su Santísima Madre, a meditar sobre su enseñanza.

En los momentos vividos por el Señor desde que entrara triunfante en Jerusalén, pasando por el mayor sufrimiento al que un ser humano se le pueda someter hasta llegar a  vencer a la muerte, se nos presenta un ramillete de escenas cargadas de elementos y simbolismos, como puedan ser las manos atadas, los flagelazos propinados a su divina carne o el madero donde fue cosido para redimirnos del pecado.

En esta ocasión vengo a quedarme precisamente con las manos atadas. En ellas, que son fuente de Consuelo y Misericordia, depositamos todo nuestro ser. Ahí volcamos nuestra vida entera, nuestro arrepentimiento, nuestros miedos, nuestras dudas, nuestro dolor, nuestras alegrías, nuestras ilusiones, nuestros recuerdos, nuestra gratitud,…

Porque este pasado domingo, segundo de estas semanas cuaresmales en las que ya estamos inmersos hasta llegar a la Semana Mayor, en la Basílica de la Merced Coronada, el mismo Dios hecho Hombre, el Rey de Reyes, nos ofrecía la llave para liberarnos del cautiverio al que nos someten las cadenas de la miseria humana. No era necesario el beso en su bendito pie porque si alzábamos la mirada siguiendo la estela de su cíngulo, la vista se nos detenía sin permiso en  esas morenas manos atadas que jamás nos dejan caer. Las que son el aliento cuando estamos a punto de desfallecer y el fanal donde se acunan nuestros desvelos. Las que derraman un auténtico torrente de amor sin límites. Con las que soñamos fundirnos cuando en la escombrera de nuestra alma la negrura lo invade todo. Las que anuncian a gritos el Evangelio sin mediar palabra alguna y las que nos guían hacia la Verdad que sólo Dios nos puede ofrecer.

Y es que esas son las manos del Señor del Consuelo.

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