Uno. Lo que ocurre en Cataluña surfea sobre una gigantesca ola levantada a lo largo de más de tres décadas, casi dos generaciones, por el nacionalismo mediante la utilización totalitaria y excluyente de la escuela y los medios de comunicación. En los colegios se ha enseñado y se sigue enseñando a odiar todo lo que sea España y lo español, y se ha tergiversado la Historia en la más absoluta impunidad. En los medios de comunicación, generosamente financiados desde la Generalitat, se impuso el discurso del España nos roba y un falso sentimiento de superioridad cultural sobre el resto del país. Por supuesto, en la TV3, convertida en un ministerio de la verdad al estilo orwelliano, pero también en alguno privado.

Dos. Este discurso totalitario y excluyente, en vez de ser combatido por el Estado, fue propiciado por los partidos que presumían de constitucionalistas para blindar su poder en Madrid. La muestra más clara, que antes o después se tendría que volver contra los que la auspiciaban, fue el pacto que permitió a Aznar gobernar tras su estrecho triunfo electoral de 1996. El desarrollo de ese pacto supuso la salida del Estado de Cataluña, como quedó patéticamente reflejado en la utilización del barco de Piolín cuando hubo que mandar policías para impedir el referéndum ilegal de 2017. Las Fuerzas de Seguridad del Estado no tenían donde alojarse en Cataluña.

Tres. El independentismo, latente siempre en el discurso nacionalista, empieza a tomar impulso cuando la crisis económica deja sentir sus efectos en una comunidad que hasta entonces vivía con unos estándares envidiables en otras zonas de España. Pero es decisivamente alentado por los dirigentes catalanistas cuando se destapa la trama de corrupción el 3% y quedan al aire las vergüenzas de la familia Pujol, que no tenía nada que aprender de los Corleone en cuanto a comportamientos mafiosos se refiere.

Y cuatro. Nada de lo que ha pasado en los últimos dos años se habría producido con tanta virulencia si el Gobierno de Rajoy hubiera accedido a negociar para Cataluña un régimen financiero privilegiado como el que, en pleno siglo XXI, siguen manteniendo el País Vasco y Navarra. Un régimen que iba a profundizar aún más un modelo territorial de ricos y pobres, y en el que los perdedores iban a ser los de siempre. La sentencia del Supremo es sólo un punto y seguido. Al final, alguien va a salir ganando y alguien perdiendo. Y aquí, en el conjunto de España, pero especialmente en Andalucía, tenemos bastantes papeletas para ser los que paguemos la fiesta.

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