Iba camino de ser una tragedia. Bastantes medios de todo el planeta informaban ya sobre la cantidad de rehenes que podría haber en ese momento dentro del avión. Según diversas fuentes, los terroristas iban armados con cuchillos. En unas versiones el ejército había intervenido ya deteniendo a los secuestradores, mientras por las redes sociales seguían circulando los testimonios de personas que aseguraban estar dentro de la cabina y que aquel infierno iba a acabar en masacre. Pero no acabó, entre otras razones porque todo era mentira. Lo único que había pasado es que el capitán de ese vuelo entre Amsterdam y Madrid, mientras explicaba a un piloto en prácticas para qué sirven todas esas palanquitas que llevan los aviones, le dio por despiste al botón que no era (con tan mala suerte que ese botón servía para hacer saltar las alarmas por secuestro.) Llamó inmediatamente para advertir de su metedura de pata, aunque ya era demasiado tarde. Las alarmas por secuestro habían saltado, pero sobre todo habían saltado los muelles de la murmuración, de manera que al poco rato el mundo entero estaba siendo puntualmente informado sobre los detalles de un secuestro que no estaba ocurriendo.

Lo sorprendente del caso no es que un capitán la pifie con tantos botones como tiene un avión. Lo que asusta es la velocidad con la que se puede propagar una noticia falsa. Las mentiras tendrán las patas muy cortas, vale, pero corren que se las pelan. Asusta la facilidad con la que se puede aliñar un bulo así añadiendo a la historia sus buenos cuchillos, algún pasajero karateka o una señora embarazada a punto de dar a luz. Y asusta también la voracidad con la que nos podemos tragar los humanos semejantes trolas, sobre todo en esta edad de oro de la información que tenemos la suerte de vivir.

Aquí nos da la risa cuando recordamos los ataques de pánico que provocó Orson Welles retransmitiendo por la radio aquella invasión extraterrestre. Sin embargo, tampoco parece que estemos en el siglo XXI para dar muchas lecciones de buen criterio. Sobre todo después de una campaña electoral como la que hemos padecido, en la que el combate por convencer a los votantes estaba basado en una competición descarada a ver cuál de los candidatos decía la mentira más gorda sin ponerse colorado.

Internet es una mina para esa gente que disfruta siendo engañada. En sus millones de páginas para todos los gustos se brinda la posibilidad de encontrar las mentiras que mejor convengan a nuestra manera de entender la vida, la muerte o el baile por bulerías. Hay páginas fabulosas para los que quieren pruebas de que la Tierra es plana. Hay páginas para los que creen que las pirámides de Egipto las construyeron albañiles intergalácticos. Y páginas también, no menos interesantes, que aportarán al lector todo lo que desea saber sobre lo dañinas que son las vacunas. Un batiburrillo, sin duda, pero que no tapará esta verdad: lo más parecido que hay a un billete auténtico es un billete falso.

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