HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Sin patria

EL Senado español, con una lengua común que conocen todos los senadores sin excepción, con traductores simultáneos de lenguas minoritarias, y aun minúsculas, españolas, ha sido causa de risa en las naciones más antiguas y avanzados de Europa. La imagen del gobierno de España se deteriora por día: ya ha dejado de temerle al descrédito y ha tomado la vía del ridículo. Es asombroso que políticas que hace 50 años se consideraban de extrema derecha pasen ahora como de izquierdas, y que el concepto de progreso, entendido siempre como cambio y reforma para mejorar la sociedad presente y preparar la futura, se entiendan como lo contrario: regresión, involución, reacción, atraso y retroceso. Mi padre decía que los grandes sinvergüenzas tenían dos malos destinos: encontrarse con otros más sinvergüenzas que ellos o volverse tontos. Algo así ha debido suceder en la evolución mental de la aún llamada izquierda española.

Se ha derogado (oficialmente, no la práctica en círculos educados y cultos) la cortesía lingüística, que no es otra cosa que hablar la lengua que conocen todos en una reunión, tenga cada uno la suya natural que tenga. La descortesía llega a la mala educación cuando los hablantes de lenguas españolas distintas del castellano, nos dicen que ellos tienen lengua propia, como si los hablantes de español usáramos una prestada. Están de modas esos sentimentalismos patrióticos que en ocasiones se disfrazan de orgullo. No es de extrañar porque el concepto de orgullo también ha cambiado: tenemos días dedicados al 'orgullo gay' o al 'orgullo rural'. Y en cuanto al patriotismo, los que nos sentimos españoles nos hemos quedado, además de sin lengua 'propia', sin orgullo y sin patria: el patriotismo español es fascista y el etarra, dicen, es de extrema izquierda, por lo que vivimos de prestado, sin lengua, sin orgullo, sin tierra y sin patria.

Como curiosidad política se han intitulado 'naciones históricas' regiones que nunca fueron reinos independientes y, por el contrario, Asturias, León, Castilla o Murcia no lo son. La vuelta a la Edad Media debe hacerse bien: fronteras del año medieval que se acuerde; supresión del Sistema Métrico Decimal, un capricho ilustrado, y rescate de los pesos y medidas comarcales, la fanega, la panilla o la legua, con distintos valores, como es propio de buenos nacionalismos, en cada comarca; abolición de la unidad horaria (no es la misma hora real en Barcelona y en Vigo); abolición del calendario gregoriano para que cada nación elabore el suyo a su mejor tradición y conveniencia; rescatar en lo posible lenguas muertas prerromanas, según el ejemplo de los indios norteamericanos, hasta recuperar la verdadera Iberia de las raíces. Los ricos y bien educados seguirían hablando español; los pobres e incultos, la que les toque. Se erradicaría el injusto igualitarismo y recobraríamos la desigualdad justa, en la que debe basarse la verdadera justicia.

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