La paz

Nuestros solidarios no atienden a la Historia ni hacen distingos, les basta con reciclar la pancarta

En todos los conflictos bélicos asistimos a lo que el gran Ponsonby -véase su obra clásica sobre la materia, publicada por Athenaica- llamó la falsedad (falsehood) en tiempo de guerra, es decir el despliegue de una ingente propaganda, tanto más eficaz en la era de las fake news, destinada a imponer una visión sesgada, ocultando las razones menos favorecedoras y difundiendo toda clase de bulos que alimenten la motivación de las propias filas o minen la moral del enemigo. La intolerable invasión de Ucrania por el ejército ruso no constituye una excepción, desde luego, pero está claro que se trata de una agresión imperialista sin justificación posible. No deja por ello de sorprender la tibieza de ciertas reacciones o incluso la incomprensible simpatía -en realidad se entiende demasiado bien- de los defensores de la libertad de los pueblos hacia el tirano que ejerce como presidente de Rusia, buen amigo de las dictaduras que en todo el planeta, incluida, para su desgracia, Latinoamérica, desprecian los parlamentos y reprimen las protestas recurriendo al ejército o las bandas de sicarios. Dueño de un poder omnímodo, el antiguo espía recauchutado estimula la nostalgia de la URSS o vale como ejemplo de dirigente fuerte, defensor del orgullo nacional y de los valores tradicionales, creyente en una sagrada misión imperial que tuvo continuidad durante la larga dominación de los sóviets. La agresión de Rusia es enfrentada por unos con proclamas contra la OTAN y por otros con denuestos a la Unión Europea. Los segundos, aunque hablen todo el rato de Occidente, envidian en secreto las maneras autoritarias de un caudillo sin escrúpulos. A los primeros, como decía nuestro Gregorio, sólo les ha faltado manifestarse contra la nación agredida, por ir provocando. Y siempre por supuesto en nombre de la paz. Más allá del consabido episodio de Munich, los estudiosos del periodo de entreguerras han rastreado el modo en que los movimientos pacifistas de ese tiempo, nacidos del horror de las trincheras, fueron progresivamente infiltrados por los comunistas y por los simpatizantes del fascismo o la Alemania nazi, los mismos que más tarde pactarían en secreto frente al común enemigo de las democracias burguesas. Pero nuestros solidarios no atienden a la Historia ni hacen distingos, les basta con reciclar la pancarta. "No a la guerra, que es muy perra", decía el inolvidable estribillo de una canción de principios de siglo, muy aplaudida por los pacifistas de salón -los de verdad, en la misma Rusia, son encarcelados por miles- que sugieren hacer frente a los tanques y los bombardeos sobre la población civil con cínicas o candorosas llamadas al diálogo.

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