No sé si a ustedes les pasa lo mismo que a mí, pero hay ocasiones en las que la visión de algunos hechos que vivimos, ya sea a nivel nacional o internacional, me genera una gran dosis de incomprensión y, por ende, de impotencia. Me refiero a procesos a los que uno asiste sin tener el más mínimo poder de intervención, pero sí de observación. Y observa que, si no hay acción que lo remedie, existen cosas que parecen abocadas a una caída a los abismos de impredecibles consecuencias. Creo no ser el único en percibir ciertas similitudes entre los procesos del Brexit y del secesionismo catalán. Se podría decir que, salvando las distancias, en ambos casos se trata de un nacionalismo excluyente y un tanto ciego, que trata de romper lazos con su entorno más inmediato, a contracorriente de la necesaria unión que nos otorgue fuerza preservando las identidades propias. Los dos procesos, además, se agarran a un supuesto «mandato», que en un caso es ciertamente relativo, y en el otro perfectamente revisable, si voluntad hubiese. Pero no voy a seguir por ese camino, que el análisis político no es lo mío. Tan solo pongo el énfasis en la actuación de los mandatarios de ambos procesos, que, ante sociedades visiblemente polarizadas, siguen adelante con unos planes que, vistos desde fuera, solo parecen llevar, como dije, al abismo o, sencillamente, a una situación manifiestamente peor que la actual. Y nada tiene que ver con la Ley de Murphy, mas propia del azar. No, en estos casos existen acciones concretas que empujan los procesos a situaciones irresolubles. Podemos ver en la distancia cómo se acercan al precipicio, pero siguen empujando a ver quién es el que aguanta más. Lo peor de todo ello es que, tras esa prueba de fuerza, existe un pueblo al que se pone en riesgo extremo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios