ME pregunto (como hago siempre durante los días que merodean Elecciones Generales) que habrá sido del aspirante a banderillero Orteguita Pachón, y del camarero Bonifacio Andrades y de la maestra doña Fuencisla, quienes seguramente sin saberlo, y sin intención alguna de pasar a una Historia a la que de todos modos no pasaron, protagonizaron el episodio más conmovedor que he escuchado en mi vida sobre la defensa de eso que algunos políticos llaman, con voz engolada, los valores democráticos. Fue el camarero Bonifacio en la barra del bar que regentaba, el negocio más lúgubre y recóndito de la provincia de Ciudad Real (y puede que del resto del mundo), el que desovilló para mí, y para un can lanudo y presumiblemente sopa que habría escuchado aquello miles de veces, un relato que me tuvo embromado una tarde entera dentro de aquel tugurio a las afueras de una aldeíta de La Mancha donde sólo aparqué con la intención fugaz de visitar el baño y beberme un refresco.

Pero se ve que Bonifacio, un señor enjuto, elegante a su manera y con edad de estar jubilado un par de veces, tenía ganas de interactuar con su entorno, como diría un psicopedagogo paliza, y como el único entorno con órganos receptores auditivos que cruzaría aquella puerta en semanas era un servidor (además del perro bovino) allí me vi, receptor de una confesión biográfica que ya entonces, mediados de los noventa, tenía trazas de inveterada batallita juvenil. Y, sin embargo, no habían pasado ni veinte años desde que la minúscula escuela de aquel minúsculo rincón de apenas doscientos habitantes estuvo llamada a convertirse en el centro neurálgico en muchos kilómetros a la redonda de las primeras elecciones generales desde antes de Franco. Ni veinte años desde que el terrateniente del lugar, que además hacía de alcalde, había saboteado de todas las sucias maneras posibles la apertura de aquel colegio y la consumación de la jornada democrática: cegando cerraduras, extraviando la urna, negando la llegada de la documentación desde la capital… Ni dos décadas, que parecían siglos en la voz polvorienta de aquel apasionado narrador, de la artimaña que él, en su condición de fuerza progresista del pueblo, la maestra Fuencisla Caballero, renovadora pedagógica en la estela de Milani, y el aspirante a banderillero Orteguita Pachón, revolucionario novio furtivo de la hija del terrateniente, articularon con habilidad de prodigiosos espías para que el 15 de junio de 1977 la centena escasa de convecinos con edad de participar pudieran introducir su voto en la flamante urna, dar un uso inaudito a la pizarra y los pupitres, e inaugurar, agotados y ojerosos, un nuevo día que, como hoy lunes (y como todos los lunes que han seguido desde entonces a esta tímida pero luminosa oportunidad de elegir a quienes nos gobiernan) tuvo algo de vida nueva.

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