AHORA que nuestros mayores, por miles, ocupan y estercolan nuestra tierra; ahora que el hambre engendra colas; ahora que el mañana es una incertidumbre yerma; ahora que no pocos políticos se arrancan los votos a dentelladas, mientras encadenan su costado a los sillones… Ahora, reconforta más que nunca saber que, al menos, a unos 60 millones de kilómetros de nuestro planeta, hay un pequeño aparato haciendo bien su trabajo, intemporal, ajeno a todo, en soledad y con mucha perseverancia.

Explora, recoge muestras, envía fotos exóticas de helados páramos rojizos en los que quizás, por qué no, podría estar la solución a algunos de nuestros males e interrogantes: un nuevo recurso útil, una cura para el cáncer, una pista más sobre el origen de la vida. Se equivocan de medio a medio quienes creen que la investigación espacial y la exploración del universo consumen indebidamente los fondos que se requerirían para atender a otros problemas dolorosos en la Tierra. No son esos, precisamente, los fondos que se están despilfarrando. Ni la ciencia ni el conocimiento son nunca un despilfarro; por el contrario, son lo único que puede salvarnos de nosotros mismos. Y más nos valdría estar atentos a las lecciones que nos da ese mundo exterior, infinito e ignoto: la relatividad del tiempo y el espacio, el cuestionamiento de nuestras falsas seguridades, las vidas alternativas, la insignificancia de lo humano…Desde Marte, el planeta azul debe de verse muy, pero que muy pequeño. También tremendamente frágil y prescindible. Es lo que tiene mirar las estrellas: son ellas las que nos dan la verdadera medida de lo humano y las que nos demuestran que lo que creemos real dejó de existir, quizás, hace cientos de miles de años. De ahí la fascinación que produce su contemplación. Una fascinación que amplifica sin límite la que, a la inversa, experimentamos cuando desde la ventanilla del avión observamos el mundo, sintiéndonos como gigantes que se deleitan mirando un hormiguero.

En Marte, un pequeño robot camina sobre el polvo y las rocas oxidadas, mientras Fobos y Deimos, pálidos pedruscos estelares, amanecen y atardecen descompasados. Le esperan, quizás, el Monte Olimpo, los Valles Marineris y la cuenca Boreal. Curiosamente, le hacemos buscar la vida en un planeta que no aparenta tenerla, mientras nosotros destruimos la que nos rodea, sistemáticamente, unas veces por ambición y otras, por diversión, soberbia o vanagloria. A pesar de todo, a pesar de esta paradoja, tranquiliza saber que la inteligencia humana es capaz de tales proezas y, mientras llega el momento en que se aplique a muchas otras cosas, envío mi mente al planeta rojo y, por el camino, la entretengo con asteroides, estrellas fugaces, galaxias y perseidas.

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