Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

El pintor de fondos (III)

FRANCISCO Preboste, responsable del buen funcionamiento del taller, nos había avisado con tiempo suficiente y laborábamos todos con orden y aplicación, cada uno en lo suyo: Tristán, mi padre, preparando los pigmentos; Onofre, el parmesano, construyendo marcos para los retablos; Jorgito Manuel y yo trabajando en media docena de cielos a la vez. Farnesio mismo explicó a don Benito Arias mi cometido: este es el chico que le pinta los fondos al Griego, ya te hablé de él, pinta y enseña al hijo de su maestro, ¿verdad, muchacho?, pinta fondos y quiere también pintar de rojo las mejillas de mi Clelia, ¿no es verdad, granuja? De manera disimulada me propinó entonces el enésimo pellizco en el brazo, para regalarme su especialidad: un tremendo cardenal que pasaría en los días siguientes por todos los colores de mi paleta, amarillo, rojo, morado, marrón tirando a verde. Así que no es del todo verdad que Benito se fijara en mí la mañana de su primera visita al taller, como insisten algunos. La representación estaba preparada desde mucho antes, desde que yo había puesto mis ojos en la hija dulcísima del cardenal. Mira que me lo había advertido mi padre, el peligro que corría con ese amor más propio de un botarate. Si Arias Montano iba a mediar con el rey Felipe para conseguir a mi maestro encargos en la Corte, no le importaría ahora al Griego prestarle unos meses al muchacho para que sirviera al santo como ayuda en su inminente viaje a España. Era sin duda Farnesio el que me quitaba de en medio: con la excusa del doble favor, eliminaba de un plumazo al asistente más osado del taller, al sinvergüenza por el que Clelia daba muestras de un cariño más grande y verdadero.

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Benito recorre ahora la senda peligrosa que desciende hasta la oquedad, el camino de cabras que bordea el precipicio, en el límite mismo de la peña cortada a pico. Puede ver cómo mucho más abajo se desparrama Alájar con su forma de lagarto. Del lado de la cabeza, a poniente, el caserío crece a ojos vista. Estas aldeas, desde que el Rey les dio títulos de villa, parece como si se desperezaran, Alájar la que más, pues muchos de los peregrinos que se acercan a La Peña para contemplar sus maravillas acaban quedándose a vivir en sus albergues. La Peña parece ahora una romería continua, una feria interminable. Al tenderete de Clelia y de su hermana se han sumado en nuestros meses de ausencia otros muchos puestos y chamizos. Proliferan pabellones fijos de alfareros -uno enorme de los célebres cacharreros de la Fuente de los Heridos, la aldea de la vertiente norte de esta cumbre-, y barracas donde se escancia mosto de Los Marines y se venden utensilios de madera y corcho que fabrican las gentes de Almonaster y Galazora. También han instalado un par de tiendas los herreros de Cortegana, esa población más apartada que linda ya con tierras portuguesas. De allí precisamente traen una bebida a la que llaman café brasilero, una infusión tornasolada que tiene más éxito que las romanas que pretenden vender. Como parece que conviene acompañar con algo de mastiqueo tan estimulante brebaje, prosperan también al lado de esas tiendas algunos puestos de churros y buñuelos, envueltos en nubarrones de humo. Esta Peña se ha convertido en una fiesta, Luisito, impropia para dar cobijo a un par de pobres anacoretas. Benito empieza a refunfuñar, con toda la razón: con esta bulla no se pueden traducir derechamente las Escrituras ni nada de nada.

"Romanas de Cortegana", reza en un letrero sobre una de las carpas. Tiene gracia que llamen romanas a esos artilugios para pesar las mercancías. Son unas balanzas raras, como espantajos descoyuntados, con múltiples ganchos y perchas de hierro que los romaneros sujetan en alto con sus grandes brazos velludos. Izan a pulso los sacos, y los contrapesan en tres segundos con un pilón que señala en otra barra, llena de muescas numeradas, las arrobas correspondientes. Esas son sus famosas romanas. ¿Quién se enamoraría de una romana así, tan condenadamente dura y anoréxica? Son romanas, no puedo evitar pensarlo con algo de zumba, que nada tienen que ver con mi Clelia querida, que es romana romana, nacida a tres pasos del Coliseo, hija de su padre, Alejandro Farnesio, el cardenal, a quien tantas veces admiramos y luego padecimos en el taller de mi maestro Teo, antes de tener que abandonar a toda prisa la ciudad de las colinas.

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Es cierto que conmigo se detenía Clelia mucho más que con otros ayudantes. Hacía bromas, susurrándome al oído, cuando se inclinaba sobre las telas con la excusa de ver de cerca aquellas osadas pinceladas mías. A mí, qué remedio, se me despeñaban los ojos y el resuello por el balcón de su pecho. Mi padre, que se había percatado antes que nadie de tan peligrosos juegos, me prevenía todo el rato: Cuidado, Luisito, cuidado, donde tengas la olla no metas… la rima consonante. Qué grosero mi progenitor, ¿no se daba cuenta de que estábamos enamorados como dos chiquillos? El corazón no entiende de linajes, le respondía. Y así era: todavía semanas antes de partir al primer viaje, cuando más bullía de pedidos el taller, albergaba yo bastantes esperanzas con Clelia. Por supuesto infravaloraba, y de qué manera, la astucia infinita del cardenal.

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