Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

El pintor de fondos (IV)

esumen de lo publicado El cardenal Farnesio, protector de El Greco en Roma, es el padre de una linda muchacha, Clelia, de la que se ha enamorado perdidamente Luisito Tristán, el ayudante más joven del taller del pintor griego, su pintor de fondos. Para evitar el noviazgo inminente, el cardenal mueve los hilos y consigue alejar al muchacho forzándolo a viajar con Benito Arias Montano a España, a La Peña de Alájar, donde el humanista pasa largas temporadas traduciendo las Sagradas Escrituras. En ese lugar, hervidero de peregrinos, Luisito conocerá a María Fernanda, una joven idéntica a Clelia.

ME parece bien, don Alejandro -se rindió demasiado pronto el Griego-. Si a Tristán no le importa, que se vaya Luisito con don Benito cuanto haga falta. Al muchacho le vendrá bien descansar, y pisar de nuevo la tierra de sus padres. Trabajaremos mientras tanto en obras donde el fondo poco importe, o donde sea incluso motivo principal el no tenerlo.

Me venía bien descansar, ya lo creo. La pena era abandonar a Clelia precisamente ahora, quedarme sin nuestros paseos nocturnos por la orilla del Tíber, sin nuestras caricias escondidas en las frondas de Caracalla, junto a las termas.

* * *

El primer viaje fue duro, agotador; parecía que no iba a terminarse nunca. Tres tormentas seguidas en el mar, endemoniadas, para hacerme vomitar el alma por la borda; las frías jornadas de diligencia por el secarral de la meseta, un rebujo oscuro en la lejanía muy de vez en cuando que resultaba ser un grupo de encinas revoloteadas de grajos; el tiempo detenido en la Corte mientras Benito despachaba con el Monarca en una audiencia eterna; el tramo último de calor sofocante entre Córdoba y Sevilla hasta llegar muy tarde a La Peña, a la posada de Alájar, antes de subir al refugio natural de la montaña. Se supone que de niño hice el mismo viaje a la inversa, de Sevilla a Roma, pero vive Dios que no recordaba tantísimo cansancio, tanto transbordo y agobiante ajetreo.

Bienvenidos sean los señores, bienvenidos. Benito Arias, el anacoreta, el sacerdote raro que había pasado meses enteros recluido en El Palacio Oscuro, la sima horadada en la roca, alimentándose de frutos y raíces, estudiando las Sagradas Escrituras en completa soledad, llegaba ahora acompañado de un muchacho, un criado que le daría conversación, le prepararía alguna comida, le mantendría despejada de excrementos la caverna, espantada de ratones, murciélagos y arañas. Es guapo el muchacho, bien parecido, fuerte, pizpireto; ha elegido usted muy bien, Su Santidad. ¿Existe una doblez en el saludo de la posadera?, pregunto a Benito sin hablar, con la mirada sólo. No hay sorna, me responde calladamente él también, estas son gentes sencillas, cordiales, afectivas, lo verás enseguida.

El lugar es muy hermoso, verde, fresco. Las aguas son ricas y bien apreciadas desde antiguo, inmejorables para depurar el hígado. Desde lo más alto de la peña, me aseguran también los lugareños, en días claros, sin nubes ni calimas, podré ver incluso la mar océana. A quien le cuesta verla, me completa Benito, el mar de suaves colinas que se extiende desde la altura hasta la línea desdibujada y remota del horizonte le hará las veces. Te será más sencillo intuir el mar de noche, cuando lejanos parpadeos de luz señalen la presencia de varios faros distribuidos en la costa frente al Atlántico; el de ciclo más lento es el del puerto de Palos, desde donde partió Colón para descubrir sin quererlo un mundo nuevo.

* * *

La Vía Láctea sujetaba al firmamento entero como una delicada columna vertebral espolvoreada de talco. Jamás había visto yo así el cielo de Roma, ¿o es que se me había olvidado a fuerza de pintar crepúsculos imaginarios? Sentados en silencio a la entrada del Palacio Oscuro bajo ese techo grumoso de estrellas pasamos las primeras noches Benito y yo, extasiados, rumiando cada uno sus propios pensamientos. En la madrugada séptima, recién completado el enormísimo formato de la semana primera, un colosal meteoro atravesó de norte a sur el cielo. Con tan espléndida centella, bastante menos fugaz que otras que ya me habían llamado la atención, podría haber pedido hasta una docena de deseos, pero me quedé con uno solo, demasiado obvio quizá. No creas mucho en esas tonterías, Luis, parecieron decirme los ojos de Benito. Fue justo entonces cuando vi a la muchacha, cargada con la cesta. ¡Clelia!, grité, levantándome de un salto, con el corazón en la boca. No la asustes, Luis; es una de las niñas que nos suben la comida cada noche. No era Clelia, evidentemente, mi amada inalcanzable, tan lejana entonces como la costa o las mismísimas estrellas, pero se le parecía tanto… Es idéntica a Clelia, Benito, me habría gustado confesarle, ¿no lo has visto tú como yo?…

Ingresé en la cueva con las entrañas desbocadas, con las piernas temblorosas, tropezando en la oscuridad. Si no era Clelia, y no podía serlo de ninguna manera, ¿qué había visto entonces cruzar entre los árboles?, ¿un fantasma?, ¿un ángel? Calma, calma. Mejor tenderse en la estera, arrebujarse entre las cobijas, y dejar la mente en blanco hasta mañana. Tomé el cabo de vela todavía con el alma en vilo, a punto de caérseme a los pies. Soplaba la yesca para prender el fuego cuando entró Benito también, a darme órdenes más que aliento: Quieto, Luisito, quédate como estás. Mírate, con esa cara de miel en medio de tantísima negrura. ¿En qué piensas? En la niña prohibida de Farnesio, bien lo sé. No tienes remedio. La muchacha cargada con su cesta de nueces te la ha recordado, ¿no es verdad? Es más bonita todavía. Ya la verás. Se llama Fernanda, María Fernanda. Ella es quien nos trae comida cada pocas noches, ¿o crees que esas viandas nacen solas del suelo cada vez que amanece? Sosiego, Luisito, sosiego. Vamos a dormir ahora; mañana, con luz, verás las cosas más claras.

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