Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

El pintor de fondos (VI)

Resumen de lo publicado Mientras Benito Arias Montano y Luisito Tristán viven como anacoretas en La Peña de Alájar, El Greco debe desmantelar su taller y marchar a España, para trabajar en la Corte de Felipe II, en El Escorial. Luisito, su joven ayudante, se siente culpable de ese traslado, pues es su amor insensato por la hija del cardenal Farnesio el que ha obligado a su maestro a huir de Roma. El muchacho, arrancado de los brazos de Clelia, encuentra refugio en los de una lugareña de Alájar idéntica a la joven romana. Pero aún debe regresar al trabajo del taller, ahora instalado en Toledo.

EL trabajo en el taller, eso sí, con las nubes cada día más largas y los cielos cada vez más lavados, me impedía olvidar a mi Clelia serrana. Concluía con Jorge Manuel un fondo de azules y grises y en lugar del San Ildefonso que le debía corresponder, imaginaba sin remedio en el hueco a María Fernanda, cargada de viandas, subiendo a contraluz la cuesta de La Peña.

Pero a Benito le había encantado mi ayuda discreta, mi serenidad laboriosa, mi presencia muda y sin mofas incluso en sus momentos de mayor levitación, cuando conferenciaba en voz alta consigo mismo, mezclando el hebreo, el latín y el griego, imitando voces. Por eso apenas tres meses después de llegar de un viaje secreto a Trento decidió llevarme otra vez con él al retiro de Alájar, al Palacio Oscuro.

* * *

Para el segundo viaje sí que venía yo contento a La Peña. Perdidas mis posibilidades con la Clelia romana, fortalecido gracias a la soledad de una inmensidad de noches toledanas, ardía en deseos de volver a encontrar a la muchacha dulce del tenderete de miel, mi Clelia inocente y salvaje de la sierra.

¡Y cómo había corrido la noticia de la santidad del lugar, de los nuevos prodigios de la Virgencita de madera! Llegaban en peregrinación al santuario de todas partes: desde tierras leonesas se dejaban caer rezagados repobladores norteños, desde Sevilla acudían viajeros por el nuevo camino de Portugal, y subían paisanos desde la costa, desde el Andévalo y las minas de Riotinto. Aquello parecía ahora el ombligo del mundo. En la explanada frente a la ermita se hacinaba ya toda una marabunta de barracas y tenderetes. Rodeada de musculosos tiradores con arco y fieras aves de presa de las gentes de la cetrería, envuelta en una humareda de fritanga, mi Fernanda-Clelia había de vérselas además con una durísima competencia de vendedores de yerbas y pastelillos moriscos.

Benito consumía los días estudiando en la parte más honda de la caverna iluminado por tres candiles, pues procuraba quedar lo más al margen posible del aquel enorme ajetreo. Quería ignorar también que La Peña ligaba ya de manera indisoluble sus apellidos al nombre que siempre tuvo. De Peña de Alájar pasaba a ser conocida ahora como La Peña de Arias Montano, muy a su pesar. Yo se lo contaba lleno de orgullo y él, molesto, me corregía diciendo bobadas, bobadas; si la peña tuviera que ser de alguien, por fuerza habría de ser ésta la peña de Luisito y María Fernanda. Soltaba entonces la pluma en el tintero y apretaba entre los labios la punta del índice de su mano derecha, para darme a entender que por más ensimismado que pareciera estar siempre en sus cosas no se chupaba el dedo y estaba también al tanto de lo mío con la muchacha de Alájar. Yo no se lo había escondido. Cada día, a la caída de la tarde, una vez concluida mi labor, esperaba a que María Fernanda desmontara el quiosco, transformándolo en un práctico carromato, y regresara a la aldea con su hermana. Las seguía en silencio escondido entre la espesura de helechos del bosquecillo que baja hacia Alájar hasta que mi amada me hacía una discreta señal, que significaba que debía esperarla allí. Clelia volvía al rato, sin la pesada carga, como alada de pies, con una taleguilla de higos secos y nueces, y juntos volvíamos a subir a la peña, bordeábamos el camino que desemboca en la entrada del Palacio Oscuro, y en un recodo más allá de la roca pelada, donde nunca se aventura nadie, descorríamos la espesa cortina de zarzas que oculta otra cueva, y en ella entrábamos con las almas propiamente en vilo, para amarnos, ahí sí, en el más perfecto secreto.

Desde abajo, desde la aldea, si se levanta la vista y se mira la pared cortada a pico, se pueden diferenciar claramente cinco cuevas, la de Benito y otras cuatro, como si fuesen los ojos oscuros de la montaña. Muy pocos saben que existe esa otra caverna, oculta su entrada por tan espesa vegetación. María Fernanda asegura que es la sima mayor, que podría llegar muy lejos, un par de leguas al este, hasta alcanzar incluso el monte donde descansan las ruinas de la fortaleza de Aracena, que no le extrañaría que estas grutas tuvieran medio hueca la mitad de la cordillera. A mí esto me importa un comino, lo que me gusta es penetrar con Clelia en las entrañas de la montaña, prender ahí nuestras velas, y poder contemplar yo su belleza arrebatada antes de agarrarme fuerte a sus carnes de miel.

* * *

Esto no durará, le confieso. Pronto tendré que regresar con Benito, para instalarme de firme en Toledo con los ayudantes de Doménico Teotocopoulos, con mi padre Tristán y el encargado Preboste, y también con Jorge Manuel, el hijo de mi maestro, que pinta, tan niño aún, los fondos con tanto o más arte que yo.

Eso sí: de no ser por Benito hubiese permanecido un montón de años allí, pintando fondos que me sé de memoria. El cielo cubierto de nubes de Toledo. Sueño con él. Todavía lo pondré muchas veces de base a las vírgenes y a los santos, a San Pedro y a San Francisco, a Cristo mismo cargado con la cruz. En alguna ocasión, pero son raros ya esos pedidos, colmaré de oro una superficie de tabla donde el niño de mi maestro amagará luego un inocente icono bizantino como los que su padre pintaba en Creta, antes de iniciar su periplo.

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