Relatos de verano

Carmen Camacho

La plaga

Así ruge la marabunta tipográfica. Las erratas son el virus de las imprentas, la carcoma del texto, el terror de los editores. Se agazapan entre las páginas a la espera de que usted las abra para saltarle a los ojos. Padezco 'erratofobia'. "¡Parad las máquinas!", grito, arrepentida, cada vez que doy un poema a la imprenta. Por suerte, aún quedan cazadores de erratas. Ésta es la historia de una plaga que asoló bibliotecas e imprentas del sur. 

Dibujo Rosell.

Dibujo Rosell.

Yo estaba aquí en mi casa, viendo la tele tranquilamente cuando, de refilón, vi una salir de debajo de la estantería y meterse por detrás del revistero. Negra. Así de grande. Hasta escuché sus patitas apresuradas por el parqué, tacatacatacatacatá.

De un brinco, dando un chillido, subí los pies al sofá. Dios, qué asco, ¡una errata!

Pasé toda la noche, entre sudores fríos, soñando con ellas: tildes sobre consonantes, tres íes infectando la cabeza de la palabra ideal, sílabas truncadas al final de línea, maño donde daño y una ce gorda cagando una tremenda cedilla detrás de un título. Malditas herratas.

A la mañana siguiente me armé de valor, respiré hondo, dije "no pasarán" y (a punto eso sí de la taquicardia) retiré la estantería de la pared, un poquito, lo justo para poder mirar detrás. Aterrada, confirmé mis peores pronósticos: larvas. Larvas de errata comenzaban a infestar desde abajo la librería. Casi me muero.

Ni me cambié de ropa. Tomé algo de dinero, la bicicleta y salí disparada a Imprenta Álvarez, regentada por el último tipógrafo de la vieja escuela que queda en la ciudad. Había cola de varios clientes. Sentada en el banquito de la entrada, me llevé una mano al pecho. El corazón me latía al ritmo de la Minerva. Qué curioso, la clienta a la que estaban despachando en ese momento -una señora rosácea, entrada en carnes, florida de bata- había ido a lo mismo que yo. Por lo visto le había salido un nido de cursivas debajo de un anaquel y tenía desmontada y patas arriba la biblioteca entera. Con verdadera angustia, clamaba por un mataerratas, sofocadísima, dos billetes de los grandes en una mano y la otra en el escote, moviendo desde ahí la bata en busca de un poco de aire fresco. Estaba al borde de la alferecía.

No hay 'erraticida' ni antídoto a sus mordeduras. Es inútil acabar con ellas lanzándoles un libro. Las erratas son la peste tipográfica, la octava plaga

Don Antonio, el impresor, le explicó que no había galeradas, ferros ni artes finales que pudieran con las nuevas cepas de erratas, y aprovechó para contar a todos los presentes que el desarrollo de distintas especies de gazapos había corrido paralelo al de las recientes tipografías, muchas de ellas sin gracias o serifas, poco legibles y de dudoso gusto. Esto, unido a la desgana digital y al uso indiscriminado de los emoticonos, estaba haciendo imposible erradicarlas.

Detrás de la señora de la sofoquina salió, como en cortejo fúnebre, el resto de la clientela: una bibliotecaria, a la que le había salido un nido de erratas en el techo; la sindicalista encargada de las pancartas; un poeta famoso en la ciudad por sus vergonzosas faltas de ortografía y un cartero que presentaba en el brazo una importante picadura en forma de diéresis, al parecer le había atacado una i griega, mayúscula y venenosa, que venía enroscada en un remite de Yaundé. Todos habíamos acudido al impresor por el mismo motivo. Sin lugar a dudas, estábamos viviendo una plaga de erratas; una plaga terrible, quizá la definitiva, vedada al sueño del profeta, no anunciada en el libro del Apocalipsis por devastadora y horrorosa.

Con desespero insistí al impresor: "Por caridad, don Antonio, temo por mis libros, tengo la estantería infectada. Deme algo, lo que sea, aunque no me pueda garantizar que funciona. Las mías no son tan grandes, seguro que puedo exterminarlas". "Te daré algo, con tal de no oírte, escritorcilla", me soltó, encaminándose al almacén. Volvió con un pliego apaisado, pegajoso en el haz. Prácticamente en blanco, con sólo el encabezado: Fe de erratas. Que probara a ponerlo bajo el mueble, quizá así evitaría que la plaga pasara a los ejemplares de las demás estanterías. También me apuntó un número en un papelito. Si la fe de erratas no funcionaba, la última alternativa era llamar a aquel teléfono

De nada sirvieron la fe de erratas ni marcar aquel número de teléfono que me puso al habla con un corrector amigo del tipógrafo Francisco Cumpián, que trató de desenerratizarme la librería pasando por ella un complejo sistema de lupas.

Perdí la batalla. Todos los libros de mi biblioteca son ya pasto de las erratas.

Resignada, curada de espantos, las veo de continuo subirse a los lomos, poner huevos en facsímiles, pasarse sin piedad del final de una página al principio de la siguiente, dejando en su exterminio líneas huérfanas y viudas, o saltarse en piojera del Decamerón al Cántico Espiritual, corrompiendo ambos por entero. Yo he visto el amor con hache, y a bes y a uves disputarse como alimañas vulva y bulbo, y a un grande convertirse en glande en plenos Hechos de los Apóstoles. Un brote de caracteres cirílicos acabó con todos mis ex libris.

Las erratas viven en todos los textos, agazapadas, acechantes. Cualquier libelo mal impreso puede inocular irreparables interlineados hasta en la mismísima primera edición del Quijote. No existe fumigación posible ni antídoto a sus mordeduras. Por supuesto, es estúpido tratar de acabar con ellas lanzándoles un libro, sería como echarles carnada sin cepo. Las erratas son mierda tipográfica, la peste de tinta y píxel, la octava plaga.

Derrotada, medio loca, casi indolente, con los ejemplares ofrecidos en pira en el centro del salón, cada noche asisto al terrible espectáculo de las erratas devorando, aforismo a aforismo, verso a verso, los inocentes libros de los que soy autora.

*Aviso: este texto contiene un gazapo. Hemos pensado que notificarlo en una fe de erratas sería una ofensa a su sagacidad. Le animamos a que lo atrape

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